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POLITIZAR EL ORGULLO


Expectantes ante el pronunciamiento de nuestro Tribunal Constitucional sobre el recurso planteado contra la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, y alarmados ante la regresión que en materia de derechos de estos colectivos se está viviendo incluso dentro de la misma Europa, llegamos a un 28 de junio en el que más que nunca necesitamos recuperar su razón vindicativa. Ante un panorama desolador en el que muchos gobiernos autonómicos y locales han desactivado la potencia política del Orgullo, en algunos casos con la complicidad de un sector del movimiento que parece vivir feliz con las lógicas elitistas y asimilacionistas del mercado, urge recuperar el sentido emancipatorio que ha de tener una fecha que lamentablemente está siendo manipulada por quienes ven en ella un pretexto perfecto para el negocio y para el acomodo a unas dinámicas identitarias que poco o nada tienen de emancipatorias. En este sentido, hemos llegado a tolerar, en el mejor de los casos, que gais y lesbianas, por ejemplo, asuman los modelos familiares, productivos  y de consumo mayoritarios, una leve concesión graciosa que no hace sino avalar la tradición y los correlativos márgenes. Es decir, pareciera que hubiéramos olvidado, después de conquistas indiscutibles como el matrimonio igualitario y de leyes que en nuestro país han ido creando un marco garantista de la igualdad entendida como reconocimiento de las diferencias, el nervio que hoy más que nunca debería animarnos a salir a las calles. Un nervio que debería impulsarnos no tanto a reivindicar el derecho a amar a quien queramos sino más bien la superación de unas estructuras – sociales, económicas, políticas, culturales – que tantos obstáculos generan para que buena parte de la ciudadanía alcance una vida digna. No tanto pues para celebrar la visibilidad de quienes durante siglos fuimos considerados abyectos, o la explosión de la diversidad humana que incluso hoy se niegan a reconocer sectores aparentemente progresistas, sino más bien para insistir en que la verdadera garantía de los derechos en una democracia tiene que ver con la creación de las condiciones que posibilitan que, como dice la Constitución española en su artículo 10.1, todos, todas y todes desarrollemos libremente nuestra personalidad. Lo cual pasa, en estos tiempos neoliberales, por no caer rendidos al engaño de la igualdad de oportunidades y por ser conscientes de que la clave de nuestra autonomía reside en tener opciones significativas desde las que desenvolver nuestro proyecto  vital. Una aspiración ante la que todavía hoy las disidencias sexuales y las identidades que escapan al orden binario de género encuentran obstáculos, multiplicados cuando la falta de recursos transforma vulnerabilidad en precariedad.

En un momento global en el que las guerras de género han puesto el foco en los derechos de las mujeres y  en los de quienes desafían las estructuras binarias y heteronormativas sobre las que sustentó una incompleta Modernidad, es más necesario que nunca ser conscientes de que habitamos un ecosistema en el que los derechos de unos y de otres guardan siempre un inestable equilibrio. Que no es posible vivir en una burbuja que nos devuelve la imagen retocada de nuestra felicidad narcisista en un mundo en el que todavía hoy ser gay, lesbiana o trans es un factor de riesgo. Que cuando se quiebra la igualdad y los derechos humanos en cualquier parte del planeta es la dignidad común la que sale mal parada, por más que nosotros, algunos privilegiados, vivamos en ciudades donde el 28 de junio es posible bailar luciendo pectorales esculpidos y tangas de colores. Unas obviedades que hoy lo son menos cuando en las redes sociales, en algunos parlamentos o incluso en los espacios donde escuchamos voces supuestamente progresistas y hasta feministas, nos topamos con discursos esencialistas y voluntades que parecen no haber entendido que nunca reconocer derechos para quienes no los tienen implican restarlos al resto. Unos argumentos que han alcanzado sus expresiones más humillantes en lo que en estos años se está diciendo en torno a las personas trans y a una ley, que con sus luces y sombras, no ha hecho sino avanzar en el sentido común de la autonomía y en la superación, incompleta y hasta tímida me atrevería a decir, de un marco binario que resulta insuficiente para incorporar la vasta y compleja realidad de lo humano. Si a lo anterior añadimos las carencias de un sistema educativo que no acaba de tomarse en serio ni la igualdad ni mucho menos las disidencias, tenemos la suma perfecta no solo para negar derechos sino también para ponerle la alfombra roja a las opciones políticas que, con la ayuda de algunos dioses, pretenden restaurar aquellos tiempos en que las casas estaban llenas de armarios. Es evidente que también en este caso la falta de memoria democrática juega a favor de quienes no creen en la democracia. 

Vivimos tiempos pues en que necesitamos más que nunca superar la tentación de la melancolía, desarrollar capacidades para tejer alianzas y puentes entre quienes compartimos un sentido emancipador de la dignidad, evitar las derivas punitivistas y moral-pedagógicas en que parecen haberse instalado determinadas lecturas de los cuerpos y las sexualidades. En definitiva, urge politizar no solo un día sino todo un movimiento que parece haber olvidado que estamos hablando de una cuestión de ciudadanía. Esa que en el constitucionalismo contemporáneo forjó una elite de varones cisheteronormativos y que todavía hoy, a estas alturas del siglo XXI, pide a gritos ensancharse para que quepan en ella todos los “monstruos” que ni la Medicina, ni el Derecho, ni las Religiones han conseguido afortunadamente domesticar. 

FOTO:

Marcha del Orgullo en Budapest en 2022. MARTON MONUS (REUTERS)



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