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EL DIARIO DE MI MADRE

 


Mi madre cada vez se acuesta más temprano. No es que nunca fuera de mucho trasnochar, pero es que, en los últimos años, como ya ni siquiera le interesa lo que ponen por la tele, se mete en la cama cuando todavía entra por la ventana algo de luz. Ello no quiere decir que se ponga a dormir, ni mucho menos. Su cama se convierte en una especie de laboratorio en el que ella, justo en ese momento del día, recupera no solo un espacio sino también un tiempo del que se siente dueña absoluta. Ahora que lo pienso, tal vez la pasión de mi madre por los libros tenga que ver con esa necesidad de encontrarse consigo misma, de tener al menos unas horas al día no dedicadas a los demás. Ella siempre vivió en ese trapecio: cuando estaba embarazada de mí, me cuenta, no dejaba de leer libros en la cocina, mientras preparaba el guiso del día, uno de esos de cuchara que solo con él tiempo he llegado a apreciar de verdad. Como nunca tuvo atril, colocaba el libro que estaba leyendo, y que solía ser voluminoso, apoyado sobre una cacerola y así, mientras arreglaba las habichuelas verdes o pelaba las patatas, seguía el capítulo que la noche anterior se había dejado a medio terminar. Como la ventana de su cocina siempre fue pequeña, puedo imaginar como el novelón de turno hacía las veces de terraza, en la que siempre olía, desde muy temprano, a ese caldo que parecía colarse por debajo de las puertas y que a veces me despertaba antes que el olor del pan tostado.

Mi madre, cuando ya se acerca a los ochenta, y liberada ya de muchas de las obligaciones que siempre tuvo, cuando termina de tomarse su cena ligerísima, está deseando de meterse en su habitación y llenar la cama de libros y papeles. Una vez que se coloca unas pinzas en el pelo, se da en la cara la crema anti-edad y comprueba que la cocina se ha quedado perfectamente recogida, se pone unos buenos almohadones para que le sujeten la espalda, su toquilla de lana y su manta eléctrica cuando hace frío y se rodea, así, literalmente, como si estuviera asediada, por los varios libros que está leyendo, incluido el de lecturas religiosas porque ella siempre ha sido, y ahora más, una devota católica. Devota y practicante. Es de misa diaria y no sé cuántas veces a la semana comulga. Lo más opuesto a sus hijos. Yo me quedo tranquilo al saber que ella reza por mí cada día.

En los últimos años, no sabría decir desde cuándo, mi madre no solo lee en la cama, sino que también escribe. Hace lo que yo llevo haciendo toda la vida. Mi madre, que abandonó los estudios tras el Bachillerato, porque pensaba que no le quedaba otro futuro que el de esposa y madre, ahora escribe un diario. Cada noche, antes de empezar con la novela que tiene entre manos, y que con frecuencia yo lo he enviado para que se la descargue en su e-book, y después de haber las oraciones que le dan paz, coge el volumen que abre en enero y escribe, entre sorbo y sorbo de una infusión que siempre toma muy caliente, casi hirviendo, incluso cuando es verano. Antes de coger el bolígrafo, que apenas le dura unos días, repasa con sus manos la pinzas que le sujetan el pelo, para que al día siguiente, cuando se levante, su peinado se haya estropeado lo menos posible. Siempre recuerdo a mi madre con ese punto de coquetería, tan cercano a la comedia, pero que, en ella, como en mi bisabuela, con la que ella compartía nombre y otras muchas cosas, adquiere un matiz de resistencia. Las dos extremadamente delgadas, siempre manteniendo el tipo en cualquier situación, con un cierto aire de suficiencia que es el que transmitía mi bisabuela Amparo cuando miraba a los demás desde su atalaya de damas. Porque yo creo que mi bisabuela era una dama, aunque ella ni siquiera tuviera claro el significado de esta palabra. Una dama que cada diciembre escondía una caja de angélicas, unos dulces que a mí me volvían loco, y que sacaba del cajón en contadas ocasiones. Solo cuando quien llegaba a visitarla, en su tercer piso de anciana a la que solo querían escuchar los pájaros, alguien al que ella estimaba digno de su cariño. Ahora, cada vez que pienso en sus manos huesudas y en sus mejillas sonrosadas, empiezo a reconocerme, cada vez más, en esa desafiante distancia. Yo también tengo mucho de esa dama solitaria que se asomaba a su balcón como si estuviera fuera del mundo, que no soportaba las visitas y que se hacía la sorda para todo aquello que no le interesaba.

Cuando pienso en lo mucho que ahora escribe mi madre, no sé si la heredera ha sido ella o, en el fondo, yo he hecho siempre lo que ella no hacía o por falta de tiempo, o por un cierto temor a verse por escrito, o simplemente porque no le había llegado el momento de sentir la necesidad de ir más allá de las palabras dichas. Porque mi madre siempre ha hablado mucho, con todo el mundo, ha tenido una enorme facilidad para comunicarse de forma oral, pero no sabría decir cuándo y por qué inició la costumbre de hacerlo por escrito y sin destinatario aparente. Supongo que ha llegado a ese punto de la vida en que cada vez le interesa menos hablar y mucho más estar en silencio. He notado que ahora, cuando hablamos por teléfono, cosa que hacemos a diario durante un buen rato, al principio del día, cuando tanto ella como yo ya le hemos adelantado a media humanidad en tareas hechas, mi madre me cuenta con más frecuencia experiencias que la sacan de quicio y compruebo que ella, que siempre fue tan sociable, con los años tan bien se vuelve más exigente. Eso sí, no abandona ese extremo apasionado, que para bien y para mal, siempre la han hecho tan poderosa. Aparentemente poderosa, porque en el fondo siempre ha sido como una de esas pequeñas hormigas que cada verano, en el suelo de mi cocina, pelean por coger la miga de magdalena con la que alimenta a los suyos.

Nadie de la familia sabe con exactitud lo que mi madre escribe antes de dormirse. Iluminada de mala manera por una lámpara que tiene en la mesilla de noche y vigilada por unos muebles de madera oscura, hechos a medida por unos carpinteros de mi pueblo, y que a mí siempre me parecieron más propios de una mansión abandonada que de un piso de clase media, ella se convierte en capitana de su propio navío. Ni siquiera mi padre, que se acuesta un poco más tarde y se pone a escuchar Hora 25, sabe nada de lo que su mujer guarda en esos cuadernos. Ambos se han ido haciendo tan cómplices y necesitados el uno del otro que, al menos desde afuera, dan la impresión de que se lo tienen todo dicho y archisabido. Yo no he querido incomodarla haciéndole preguntas molestas, pero por más que he intentado, de manera sutil, que me cuente algo, no he conseguido la más mínima revelación. Su diario está cerrado con llave. Y ni siquiera puedo soñar con el día, que espero que tarde en llegar pese a los virus y las horas que se alían para jodernos la esperanza, en el que ella falte para poder hacerme con todos sus volúmenes escritos. Yo que soy tan peliculero me vería con facilidad recuperando sus palabras, emocionándome a rabiar e incluso extrayendo de ellas material para un próximo libro. O, simplemente, más importante que todo eso, conociendo quizás rincones de mi madre que siempre estuvieron en un segundo plano, invisibles para los demás, incluso para sus hijos. Porque, aunque mi madre siempre ha sido una mujer muy expansiva y abierta, estoy seguro de que bajo esas capas de comunicadora innata hay silencios, palabras no dichas, dudas y temores que nunca se ha atrevido a compartir con nadie. Otro aristocrático silencio. Quizás en esas páginas habite la dama que solo de tarde en tarde se quita el delantal, o la investigadora a la que nunca le enseñaron las promesas de una biblioteca, o la abadesa a la que le faltaron argumentos para llevarle la contraria a su confesor. Puede que el diario que escribe no sea otra cosa que su peculiar armario. Pero ese sueño no se va a hacer realidad. Mi madre también ha convertido en un ritual quemar su diario cuando empieza un nuevo año. No lo hace en nochevieja, ni el día de año nuevo, sino la mañana de Reyes. En nuestra familia, que nunca ha sido, ni siquiera cuando yo era niño, de esas que en su día envidié, numerosas y festivas, seguimos celebrando el 6 de enero como si no hubiéramos superado la infancia. El resto de las fiestas navideñas, afortunadamente, pasan más o menos desapercibidas, pero ese día concentramos todas las energías y, desde muy temprano, lo vivimos a lo grande. Primero en casa de mis padres, donde todavía hoy, mi hijo, que ya es mayor de edad, se levanta muy temprano para ver qué encuentra en el salón, ese espacio de la casa que mi madre mantiene impoluto, como si fuera un museo, y en el que la vida más que habitarlo pasa de puntillas por las esquinas de los muebles y por los muchos portafotos de plata que ella limpia bien fuerte, como si con cada movimiento de muñeca pudiera hacer el milagro de no olvidar. A media mañana nos juntamos en la que era la casa de mis abuelos maternos, y donde todavía viven dos de mis tíos, y allí procedemos al reparto de regalos, en una especie de locura colectiva de la que no escapa nadie y en la que todos, tan lejos ya de la infancia, nos creemos felices por un rato. Hasta yo, que suelo ser más bien distante con respecto a este tipo de celebraciones, acabo engullido por los papeles de colorines. Como ese día es habitual que haga frío, mi tía Carmen, la hermana de mi madre, que se parece mucho a ella, pero es más parecida a una libélula que a una hormiga, enciende la chimenea desde muy temprano. De esa manera, cuando vamos llegando, la vieja casa está cálida, mucho más agradable. No solo el olor de la leña cuando se va quemando, sino la iluminación que genera el fuego en el salón grande y detenido en el tiempo, hacen que vuelva a aquellas navidades en las que yo, como cualquier niño, pensaba que el tiempo era eterno. Los tonos azulados y rojizos del fuego hacen que vuelva a ver a mi bisabuela Amparo sentada muy cerca de la chimenea, con su cara cada vez más sonrosada como consecuencia del calor, y a mi abuelo Tiburcio, tan imponente como su nombre, entregándonos el billete que yo luego siempre guardaba en mi mesilla de noche de color vainilla, en la que ya empezaba a dejar algún libro cada noche antes de dormir. En aquellas noches en que, vigilado por las flores grandes del papel de la pared, intentaba, casi siempre con éxito, que no hubiera interrupción entre lo leído y lo que hervía en mi cabeza hasta el amanecer. Cuando mi hijo era pequeño, disfrutaba muchísimo con su prima echando al fuego los papeles que iban dejando al descubierto los regalos. Las llamas crecían y crecían, hasta el punto de que parecían adoptar los colores que habían envueltos los libros, pañuelos, bufandas y juguetes que nos entregábamos unos a otros. Lucía y Abel han crecido y ya no encuentran ningún aliciente en ese ritual. Ahora la única que parece disfrutar es mi madre que, puntualmente, como si se tratara de una ceremonia similar a las que ella acude para hacer profesión de fe, saca su diario del bolso y lo tira en la chimenea. Lo hace de manera muy discreta, como si quisiera que nadie la viera, como una niña pequeña que pretende que no la descubran haciendo una travesura. El volumen que cada año tiene las pastas de un color distinto acaba junto a los papeles y a los cartones que han sobrado al repartir los regalos. Por más que todas y todos insistamos en que no lo haga, ella lo tiene clarísimo y en ningún momento se ha echado atrás. Plenamente convencida de lo que hace, deja las ciento de páginas escritas sobre el fuego y ni siquiera se detiene un momento a ver cómo arden. En cuanto que lo deja en el fuego, se gira y retoma la conversación que había dejado en el aire. No mira las llamas que con el papel se agigantan. Yo sí que me quedo mirando cómo las tapas se van arrugando, cómo se consume el papel, como las llamas se elevan con más claridad, con una luz azulada, a medida que las palabras van subiendo hacia arriba, hasta que salen fuera del largo tubo que desemboca en el tejado y vuelan, desordenadas, por el cielo de Cabra, nuestro pueblo. Algún año he llegado a soñar con la posibilidad de que alguna de ellas se colara por la ventana de una vecina que, asombrada, habría pensado que la sequía estaba volviendo loco al cielo.

Cuando el 6 de enero, ya de noche, vuelvo a Córdoba, con el maletero lleno de regalos y la felicidad innombrable de saber que un año más he sobrevivido a la Navidad, siempre pienso en mi madre, que se ha quedado algo tristona tras la despedida, y que seguramente a esas horas ya estará metida en la cama y a punto de empezar a escribir. No sé si hará recuento del día vivido, o pondrá por escrito todo aquello que no se ha permitido decir, o quién sabe, lo mismo deja la hoja en blanco porque en cada día de Reyes ella encuentra motivos más que suficientes para sentir que las horas han merecido la pena. Todo eso mientras que mi padre, algo enfadado porque al ser festivo no hay Hora 25, no deja de dar vueltas en una cama en la que ellos dos cada vez se ven más pequeños. Seré yo quien deba, al día siguiente, retomar mi diario y dar rienda suelta a todo lo que habitualmente callo. Y dejar que cuando llegue el verano, y vuelva a Cádiz, las páginas sean desordenadas por el Levante. Pienso que no estaría mal que en algún punto del universo, no sé si en esa playa que ella pisa en los últimos veranos como quien se va despidiendo del mar, el diario de mi madre y el mío llegaran a encontrarse, para que así, juntos, dieran rienda suelta a las muchas conversaciones que ella y yo nunca hemos tenido. Ella, tan aristocrática, concentrada en las páginas de un libro que procuraba no manchar con el aceite o el azafrán. Yo, tan pendiente, al poner la mesa, de que los cubiertos estuvieran perfectamente alineados a ambos lados de cada plato. El niño que daba saltos para llegar a las ramas de los árboles y así poder coger las hojas de morea con la que alimentaba a sus gusanos de seda.


PRIMER CAPÍTULO DE MI LIBRO "YO, NOSOTROS: DIARIO DE MASCULINIDADES POR DESARMAR" (Ed. Cántico, 2024).

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