Lo explica muy bien Mary Beard en su imprescindible libro Mujeres y poder. A lo largo de los siglos hemos sido los hombres quienes hemos tenido siempre posesión de la palabra, mientras que, como Telémaco hace con su madre Penélope, hemos condenado a las mujeres al silencio. Ahí están las obligadas a callar en el Afganistán del siglo XXI como durante tanto tiempo lo estuvieron las mujeres de cualquier territorio en un orden misógino que las excluyó de la ciudadanía y los derechos. Todavía hoy, en lugares del mundo que podemos considerar privilegiados por el régimen de libertades que disfrutamos, pareciera que la palabra de las mujeres tuviese menor valor y se sometiera a un escrutinio más riguroso que la nuestra. El verbo siempre ha sido privilegio de los dioses y, en nuestra cultura, no es que solo los dioses fueran hombres sino que también nosotros nos hemos creído dioses.
Las mujeres siguen todavía hoy peleando para que su voz no solo tenga presencia donde antes nunca la tuvo, sino para que también sea reconocida con autoridad. De eso va, entre otras muchas cosas, la democracia paritaria. Ahora bien, de poco o nada servirán que ellas sigan vindicando derechos o ampliando la conciencia social en torno a las violencias que sufren si nosotros, que ahora andamos entre el agravio y la desubicación, no adoptamos un serio compromiso con la superación de una cultura que nos sigue socializando jerárquicamente y de un orden social y político en el que solo somos formalmente iguales. Nuestro compromiso activo debería pasar, y aunque pueda parecer paradójico, por acostumbrarnos a guardar silencio, por aprender a escucharlas a ellas y a valorar sus aportaciones, por renunciar a querer seguir siendo siempre los importantes. Todo ello al tiempo que aprendemos a conjugar verbos hasta hace nada poco transitados por la masculinidad, tales como cuidar, conversar o empatizar.
Pero, al mismo tiempo que nos comprometemos en ese aprendizaje y desaprendizaje que tanto tiene que ver con las palabras y con los tiempos, deberíamos también empezar a romper todos esos silencios en los que seguimos cómodamente instalados y que son esenciales para que el machismo no deje de reinventarse. Al seguir con horror las noticias que nos han ido llegando en estos meses desde Francia sobre las terroríficas violencias sufridas por la mujer de Dominique Pelicot, todos los hombres deberíamos habernos sentido especialmente interpelados por todos aquellos que aun renunciando a convertirse en agresores mantuvieron silencio sobre los delitos que sobre la integridad de Gisele se han cometido durante años y años. Un ejemplo rotundo y doloroso de cómo seguimos siendo parte de unos pactos, en muchos casos implícitos, que no nos atrevemos a romper y que contribuyen por tanto a que los depredadores se sientan legitimados para usar y abusar de las mujeres. De esta manera, los monstruos no son solo ellos, sino que el verdadero monstruo es el machismo que habita en ti y en mí. En todos los que callamos, otorgamos y normalizamos el dominio y la violencia que todavía muchos hombres entienden como una suerte de apéndice natural.
Urge que la voz de los hombres se convierta de una vez por todas en esa palanca que haga saltar por los aires siglos de humillación y servidumbre. Justo ahí es donde deberíamos invertir esas energías que con tanta facilidad malgastamos en continuar siendo, o creyéndonos, los protagonistas. Ese sería el lema que deberíamos asumir frente a ese #Notallmen con el que de nuevo reaccionamos como niños mal criados. Sí, todos los hombres, al fin tomando la palabra contra el machismo y las violencias que todos los días generamos. A ver si así Penélope abandona al fin los ovillos y Telémaco supera el mandato de ser digno sucesor del padre.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE NOVIEMBRE DE 2024 DE LA REVISTA GQ
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