Llevo varios días tratando de digerir la mezcla de ira y desolación que he sentido al conocer el verdadero rostro de Errejón, dibujado no solo en los comportamientos que él mismo ha reconocido sino también en las patéticas explicaciones que ofreció al mundo como si, en lugar de responsable, fuera una suerte de víctima de unas estructuras que nos usan como marionetas. Me indignado también al leer y escuchar comentarios de muchos hombres que, de distinta manera, se han movido entre el revanchismo de unas posiciones políticas que nunca se caracterizaron por su apoyo a la igualdad y el agravio de quienes una vez más se sienten perseguidos por el feminismo y la “ideología de género”. Tampoco han faltado, claro, bienintencionados que han aprovechado ahora para abanderar un movimiento, inexistente, de hombres por la igualdad. Entre este cúmulo de despropósitos, a los que habría que añadir los propios de una izquierda que hace siglos olvidó cómo interactúan la perspectiva de género con la de clase, he intentado aislarme del ruido y aprovechar el río revuelto para constatar de qué manera yo sigo haciendo que ganen los pescadores de siempre. Y sí, he afirmado con rotundidad en redes sociales, que en todos nosotros habita Errejón, o trazas de él, tal y como lúcidamente se definió hace unas semanas Juan José Millás con respecto al machismo. Es decir, también en mí hay trazas de Errejón, como esas de algunos ingredientes no saludables de las que nos avisan los productos que compramos en el súper.
Me miro en el espejo y descubro que me cuesta desaprender todas las lecciones que recibí desde pequeño para sentirme el importante, el protagonista, el sujeto al que el orden de género le atribuía el privilegio de usar y disponer de los cuerpos y capacidades de las mujeres. Lo que yo había visto a mi alrededor desde que fui consciente de cómo funcionaba un mundo dividido en dos esferas, sin que eso suponga reconocer que mis abuelos fueran violadores o que mi padre merezca una sanción penal, aunque sí he llegado a reconocer a algún hombre de la familia que jodió toda la vida a la mujer que no hizo sino cuidarlo y obedecerlo. Y aún lamento que nadie, ningún miembro de mi familia, tuviera las agallas de ponerle nombre a la violencia y acompañar a la maltratada en su proceso de emancipación. Me he ido dando cuenta, gracias sin duda a las mujeres feministas que no dejan de enseñarme y de darme collejas, que soy parte de un club de tipos poderosos, de un boys club que tiene mil rostros y que domina el planeta con ansias depredadoras. Desde lo más pequeño hasta los macro escenarios que mecen la cuna de la desigualdad y la violencia. Ser parte de ese club supone asentir, explícita o implícitamente, con una serie de pactos, la mayoría no escritos, que nos mantienen en posiciones de poder. De ahí las dificultades de las mujeres para alcanzar un estatus político que al fin sea equivalente al nuestro. Nosotros nos seguimos valiendo de mil estrategias, entre ellas el silencio, la comodidad y el cinismo, para evitar que nuestros acuerdos implícitos se quiebren. De ahí, imagino, los nervios de tantos ante el avance del feminismo y el poderío de unas mujeres que dejaron de ser dóciles y calladas. Como les gustaban a los poetas. Nos cuesta convertirnos en traidores, como siempre lo cuenta Miguel Lorente, porque eso supone excluirnos de la primera línea, de ser parte de los juegos que reparten oportunidades y prestigio, renunciar a tener la capacidad de elegir, usar y tirar. No sé cuándo, tal y como ha pasado en el mundo del cine, o ahora ojalá suceda en la política, abriremos otro melón, el de la Universidad, en el que las jerarquías de todo tipo, empezando por las de género, tantos monstruos han alimentado y alimentan. No es casual que continúe siendo un ámbito donde la precariedad y la explotación hace que muchos y muchas, y singularmente muchas, continúen en estado de sumisión. Donde quizás muchos, empezando por mi mismo, callamos con demasiada frecuencia para no romper equilibrios que nos benefician.
Al releer el comunicado de Errejón, me he reconocido en esa habilidad tan nuestra para escudarnos en los grandes conceptos y en las ideas, paralela a nuestra incapacidad para implicarnos en la práctica de la igualdad y, sobre todo, para asumir responsabilidades cuando toca hacerlo. Me he reconocido también en mi torpeza a la hora de pedir perdón, de ponerle cuerpo a quienes sufren mis errores, de bajarme del púlpito para mirar en horizontal a quien a veces pienso que ocupa un escalón inferior. Y aunque nunca he llegado al extremo de un maltrato físico a mis parejas, sí que he ido detectado con el tiempo cómo en ocasiones abusé de mi ego educado para ser el dueño y señor, cuántas veces no quise escuchar o hice como que escuchaba, con cuánta frecuencia dije, aunque con lenguaje distinto, aquello tan habitual en nuestros padres: aquí quien manda soy yo. Incluso he puesto entre interrogantes una manera de vivir la sexualidad en la que solo poco a poco he ido introduciendo variables que nunca asumí como placenteras. Todo ello después de equivocarme mucho y de empezar a traducir lo que me decían algunas parejas con las que en su día no hice el esfuerzo de dialogar.
Leo y escucho a Errejón, y a tantos hombres de la izquierda, y a tantos colegas de cursos y jornadas, y a mí mismo, y me doy cuenta de lo epidérmico, y hasta perverso, que ha acabado siendo eso de las “nuevas masculinidades”. Como si todo se resolviera con un posgrado, al estilo Machos alfa, y con unas cuantas lecturas reveladoras de las que extraer 140 caracteres molones. Ahora más que nunca entiendo que seguimos instalados en el narcisismo y en la importancia, en lo individual y en lo que nos regala visibilidad y prestigio social. Y no quiero decir con ello que no sea necesaria una transformación personal, que debería ser para ser de verdad incómoda y revolucionaria, sino que junto a ella no podemos olvidar la dimensión colectiva, las estructuras de las que somos parte y que alimentamos, las reglas del juego que seguimos manejando a nuestra imagen y semejanza.
Leo y escucho a Errejón, pero sobre todo leo los testimonios de las mujeres que no han tenido espacio más seguro que la sororidad para hacerse escuchar (todo un fracaso de este país formalmente igualitario), y me doy cuenta de que sigo habitando el gerundio. De que mi proceso de aprender y desaprender me llevará toda la vida y que todavía estoy lejos de ser ese hombre “nuevo” con el que en su día soñara Alejandra Kollontai. Tal vez porque ese horizonte es imposible, al menos a corto y medio plazo. Porque se trata tal vez de la mayor revolución que habrá de vivir la humanidad para superar al fin los lastres de una cultura misógina y de un orden basado en la virilidad depredadora. Lo cual pasa por asumir y aprehender que Errejón no es un verso suelto, ni siquiera un monstruo. Que el monstruo es la masculinidad patriarcal y sus ansias de dominio. Y que ese es el tuétano que sostiene nuestro esqueleto de sujetos acostumbrados a conquistar.
PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 3 DE NOVIEMBRE DE 2024:https://blogs.publico.es/otrasmiradas/88218/las-trazas-de-errejon-que-habitan-en-mi/
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