Hace treinta años no era el hombre que soy. Mi hijo no había nacido, no me había casado, seguía escondido tras mi corazón coraza. Tres décadas después, he conseguido poco a poco, no sin lágrimas, mirarme en el espejo y reconocerme, aunque soy consciente de que sigo en el proceso de soltar lastre e ir mucho más ligero por la vida. En este tiempo he empezado a vivir más allá de mi diario y he asumido, al fin feliz, que fui un niño raro y que he acabado siendo un macho disidente. Un padre imperfecto, una pareja complicada, un interrogante diario, una especie de nómada que se revuelve en cuanto que se siente atrapado en una habitación pequeña. Tal vez porque he empezado a entender que soy un forastero sin remedio, un varón que encuentra su razón de ser en las fronteras, un sujeto que al fin se liberó de la culpa y de los dioses. Un niño raro e inquieto.
Mi vida ha cambiado mientras lo hacía un país, un mundo, en el que el siglo XXI parece empeñado en dejarnos desamparados entre la incertidumbre y la perplejidad. En estos años de guerras y de crisis, de desigualdades crecientes y de vidas que no valen igual, nos han metido el miedo el cuerpo y, lo que es peor, estamos a punto, si no lo estamos ya, de instalarnos en la desesperanza. El lugar más idóneo para que nos salven los fascismos. Aunque también hemos asistido a conquistas jurídicas y sociales que nos parecían utopías, como son las relacionadas con la diversidad sexual y de identidades, y sobre todo las que el feminismo ha ido alcanzando para bien de las mujeres y felicidad de todos y de todas. No hay movimiento ni vindicación que en estas décadas haya alcanzado una dimensión tan global y haya planteado su lógica emancipadora como una salida posible para una planeta que agoniza en manos de los depredadores. El cambio de las mujeres, y con él de unas sociedades hechas a imagen y semejanza de nuestra virilidad, nos está obligando a nosotros, a los que siempre tuvimos la voz y el voto, a mirarnos en el espejo. A replantearnos nuestra manera de ser y estar, de relacionarnos, de ocupar tiempos y espacios. Un proceso que no ha hecho más que empezar y del que un sector de hombres, agraviados y llorosos, reniegan porque ello supone bajarse del púlpito y colocarse en horizontal.
La pelota, compañeros, está en nuestro tejado. La gran revolución pendiente tiene que ver con la desarticulación de una masculinidad que genera monstruos: los que habitan en nosotros mismos y los que generan tantas violencias alrededor. Ese es el gran reto de unos próximos años en los que bien haríamos en asumir prácticas (eco)feministas, porque de lo contrario la vida será insostenible. Muchos nos sabemos bien el discurso, otros parecen conformarse con un cambio cosmético y políticamente correcto, incluso hay quienes han convertido este reto en un nicho de mercado. Falta en general una acción comprometida, la asunción de que lo personal es político y de que no basta con los cambios personales. Nos falta valentía para romper los pactos que no sostienen como los amos del mundo y nos sobran ínfulas de protagonismo. Tenemos por delante lo que debería ser un reto ilusionante, lleno de vértigos, como diría mi añorado Paul Auster, pero sin el que no será posible mantener de nuestro lado la esperanza.
Ojalá este aniversario de páginas e imágenes, de reflexiones y miradas, nos coloque al fin delante del espejo y nos permita vernos desnudos, sin trajes ni corbatas, con la máscara del género separándose poco a poco de nuestra piel. Todos raros, disidentes, extraños, en movimiento. Treintañeros camino de los 60. Hacia un país, un mundo, en el que al fin hagamos posible la equivalencia existencial de mujeres y hombres. Reconciliados con los placeres de la igualdad.
* PUBLICADO EN EL NÚMERO DE VERANO DE 2024 DE LA REVISTA GQ, COINCIDIENDO CON SU 30 ANIVERSARIO.
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