Hubo una larga época en que los hombres, los padres, los patriarcas, eran incapaces de mostrar sus emociones. Educados en el difícil, e imposible diría yo, arte de la omnipotencia, vivían ausentes de la casa, centrados en su rol de proveedores, vigilantes a lo sumo de la transmisión dinástica del patrimonio y el apellido. Para sostener los vínculos afectivos ya estaban ellas: las que por parir estaban predestinadas, sociedad mediante, a cuidarnos. Esos hombres fueron nuestros abuelos y seguramente muchos de nuestros padres. Y todavía queda, deberíamos reconocerlo, bastante de ellos en las generaciones de varones que hoy nos hallamos desubicados, como mínimo desubicados, ante los retos de transformación con los que nos interpelan las mujeres. Esas que ya hace tiempo que hartaron de ser prisioneras de su destino biológico y que no han dejado de luchar por ser ciudadanas.
En estos tiempos tan nómadas e inciertos, donde tal vez algunos seamos conscientes de lo viejo de un mundo que ya no nos sirve aunque tampoco tengamos claro cómo construir lo nuevo, todavía resulta complicado encontrar otros espejos en los que mirarnos. Otros referentes, otros faros. Esos márgenes de la masculinidad en los que empieza a sentirse, todavía tímido, el pulso de hombres cuidadosos, de tipos que se reconcilian con su fragilidad, de padres también que son capaces de sentir el imaginario cordón umbilical que nos ata de por vida a nuestros hijos. Así lo leemos en el último libro de Andrés Neuman, ese escritor argentino-granaíno que hace ya años nos iluminó algunas de las salas más oscuras de la virilidad y que ahora comparte con nosotros al hijo que imaginó, al que luego apareció y al que incluso es capaz de escuchar con voz propia en un monólogo íntimo. Neuman, que fue educado en esa “escuela de viriles bobadas donde el llanto era elíptico”, no tiene reparos en mostrarse extremadamente vulnerable, al tiempo que va a aprendiendo a llorar lo no llorado y que reconoce una nueva gramática de un territorio en la que fue la madre quien impregnó de música los hojaldres de la piel. La paternidad como una de esas llaves que nos permiten superar esos abismos en que los hombres nos empeñamos en no estar juntos, pero también como un territorio de dudas y miedos. Todos, como Andrés, descalzos de certezas, ensayando y equivocándonos. Al fin capaces de desnudarnos por obra y gracia de quien amanece desnudo en la radical igualdad de la especie.
Con unos renglones que bailotean como versos desordenados, el autor de El viajero del tiempo no siente vergüenza en mostrar sus torpezas y temblores, su frágil virilidad, los sentires nuevos que llegan de los olores que inundan su casa o de las babas que parecen tejer puentes y lanzaderas. La humana dependencia que nos reconcilia con el sujeto que deberíamos ser, con la ética que nos permite ponernos en lugar del otro, con la no violencia como guarida. Al fin capaces de ver esas formas que las dunas del sentimiento insinúan en mitad del desierto.
Umbilical, que se lee como quien disfruta una merienda preparada por la abuela que ya no está, es un canto esperanzado. La utopía necesitada de armarse políticamente. Dibujada a través de ese amor en el que, como bien explica otro padre presente, Antonio J. Rodríguez, “convergen el mayor de los delirios de grandeza y un cariño absolutamente desinteresado”. En fin, “un bucle de supervivencia, que también es un bucle de amor y orgullo”.
Nacido el esperado, bien pareciera que en la barba del padre empiezan a habitar unos días más amables y femeninos. “Mi vida ya no será la misma”. Así es, querido Neu, el minúsculo huésped será ahora quien se apodere del reloj y también de los senderos del arco iris. De alguna manera, has dejado de pertenecer a ti para pertenecer a las puertas que él te abre. Un ejercicio político de desvalimiento y desposesión. En fin, de quiebra gozosa de nuestro ficticio poder de varón.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE JUNIO DE LA REVISTA GQ ESPAÑA.
LA ILUSTRACIÓN ES DE JUAN VALLECILLOS
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