Con los años he aprendido a despojarme de las etiquetas que son como losas, de los discursos aprendidos que con tanta frecuencia he visto como se pervertían y se convertían en armas arrojadizas, de los dogmas y de las estrecheces de identidades que acaban siendo como jaulas. Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que importa mucho menos el verbo ser y que tienen más valor los verbos que implican acción, movimiento, compromiso. Verbos que inevitablemente me reconcilian con el ser vulnerable que soy. Un hombre gerundio. Un aprendiz eterno que espera nunca perder la curiosidad del adolescente que lo tiene todo por aprender. La vida, con sus cuestas y sus remansos, me ha enseñado a valorar más la praxis que los golpes de pecho, los imperfectos comportamientos que los carnets que nos bendicen, los buenos quereres que el amor con mayúsculas que esclaviza y nos vuelve marionetas. Gracias a la vida, como cantaría Mercedes Sosa, y a las personas que me he ido encontrando por el camino, he aprendido a valorar aquello que durante mucho tiempo, como buen hombre educado en el patriarcado, situé en los márgenes. Y ahí ando, tratando de poner todo lo que sostiene la vida, la de verdad, en el eje de mis pasos.
En este devenir que siempre me obliga a moverme entre el coraje y la ternura, no hay cosa de la que me sienta más orgulloso de lo que he ido construyendo en mi casa, en ese espacio que me atrevo, ahora sí, a llamar hogar, y en el que solo tienen cabida quienes saben tanto de dar, compartir y equivocarse. Con la ayuda impagable de la mujer con la que compartí buena parte de mi vida, y con la que pienso seguir viviendo los días que nos queden de futuro, he arrancado hojas de libretas, he empezado nuevas historias y me he rehecho – bueno, aun ando en ello – como ese “macho disidente” que un día ya no pudo soportar más su sed de infinitud luchando contra los barrotes de la jaula (tal y como aprendí de la gran Carmen Marín Gaite). En estos años de turbulencias, equilibrios inestables y lágrimas que irremediablemente nos iban haciendo de carne y hueso, ella y yo hemos sido capaces de reinventar nuestro amor, de darle otro sentido y de firmar, sin papeles de por medio, un compromiso que en vez de atarnos nos hace autónomos e interdependientes de por vida. Madre y padre de un hijo en el que estamos viendo, aunque a veces nos cueste reconocerlo, supongo que por una falsa modestia, todas esas lecciones de las que él ha ido tomando nota, discreto y amable, siempre dispuesto para un abrazo, con un brillo de felicidad en los ojos que solo perciben quienes son capaces de entender que amar es cuidar.
Por todo ello, cuando el viernes por la tarde, la madre de mi hijo, a la que me niego a llamar mi “ex” (como si fuera una especie de apéndice tóxico que un cirujano hubiera extirpado de mi cuerpo), se casó con el hombre que ha conseguido que ella vuelva a sonreír (espero, Rafa, que sigas siempre siendo otra parte imprescindible del verbo “cuidar”), yo lo viví como si fuera también partícipe privilegiado de la fiesta. Fue así como ella volvió a mi casa, que no ha dejado de ser nuestra casa, y allí la peinaron, la maquillaron, se vistió con un precioso traje que le quedaba como un guante a su cuerpo de atleta, y salió del brazo de nuestro hijo, tan guapo con su traje de hombrecito al que me resisto a dejar de ver como el niño que cada mañana se acurrucaba junto a mí en la cama. En ese instante, cuando él le entregó a ella el ramo de flores del campo que había preparado Fer, la otra pata de esta mesa de cariños posibles, sentí que todo lo vivido había merecido la pena. Y que aunque desde fuera pueda parecer extraño lo nuestro - this is us, por usar el título de una conocida serie norteamericana – ha sido y es una obra de orfebrería que será, sin duda, lo mejor que yo haga en mi vida. Al lado de esto, todo lo demás, mi trabajo, los libros, mis compromisos públicos, son apenas unas motas de polvo que se depositan ligeras sobre esta fuente sólida de abrazos y bailes.
Gracias a Loly, y a Fer, que son como unos duendes mágicos que no dejan de revolotear sobre mi cabeza con frecuencia llena de pájaros, todo lo difícil se vuelve fácil. Y comprendo que todo eso que a veces no sabemos sacar de los renglones de la teoría es una compleja praxis que exige disciplina, afecto y sonrisas. Lo más opuesto a la culpa y las migrañas. Nada que ver con los raíles inútiles con frecuencia de la “normalidad”. Un ejercicio, a veces muy complicado, de salir de ti mismo para ser en y con otros. El delicado baile tan nutritivo de las preposiciones bien puestas.
El viernes ya de madrugada, Pepe, uno de los mejores amigos de mi hijo, le dijo a los recién casados algo así como “yo estoy contento al veros tan felices”. En esa declaración tan de verdad, tan fresca como lo es el espíritu de un chico joven que mira con curiosidad la vida, estaba todo dicho. La mejor definición de lo que supone vivir la felicidad como algo real y no como esa especie de eslogan con que nos confunden los escaparates. Un ejercicio gozoso y tan apetitoso como uno de esos dulces que a mí me vuelven loco. El continuo aprendizaje que para mí, para todos, supone sumar y cuidar. Como lo hacen las manos de Fer, imprescindibles para que no haya ningún factor que altere el resultado de la suma. Tan responsables ellas, sus manos, de que yo no siga por los tejados buscando una novela de la que ser protagonista. Así somos, primera personal del plural. Donde reside el secreto que nos permite seguir celebrando, aprendiendo, trabajando. De la misma forma que nuestros abuelos y nuestras abuelas cultivaban esa lechugas que luego, rociadas de aceite, sabían mejor que las perdices de los cuentos.
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