Hablar en estos días tan dolorosos de egos, narcisismos y hasta psicopatías pudiera parecer una obviedad. Nos basta con mirar hacia el Este y ver en que se traduce la masculinidad tóxica de quien se cree el puto amo. Nada nuevo bajo el sol. El ansia de dominio y de conquista que ha situado siempre a tantos hombres en el opuesto a la empatía sin la que nos posible ni siquiera imaginar la dignidad. Viendo la estupenda Competencia oficial, que no es sino un juego inteligentísimo y divertido sobre ese duelo eterno de la masculinidad patriarcal, o sea, el duelo que siempre nos ocupa en demostrar quién la tiene más larga, no pude evitar trasladarme el escenario que, afuera de la sala de cine, nos tiene en estos días con el corazón en un puño. Putin, Humberto, Félix, Iván.
La aguda película de Gastón Duprat y Mariano Cohn no es solo, sin embargo, un retrato de esas masculinidades nacidas para competir y entre las cuales es imposible tender puentes. Por más que, como dice la directora de cine que interpreta Penélope Cruz, el arte no puede ser un discurso sobre algo - el arte, las películas, ya son algo en sí –, Competencia oficial está llena de ellos, aunque trasladados al espectador como parte de la fábula. Sin que notemos que nos estén dando una lección, situándonos con frecuencia en un lado y en otro, perdidos entre Iván y Félix, los dos actores en conflicto, tal vez conscientes de que cada uno de ellos tiene su parte de verdad y también su parte de miseria. Entre medias, ella, la mujer creadora, con un punto de excentricidad que tanto recuerda a las musas miradas por genios, pero representando de alguna manera ese punto de alquimia que quizás nos quiera decir que otro mundo es posible (o no). Una mujer que dirige, que toma decisiones, que parece ser autónoma, aunque al final no sea más que una pieza en un tablero manejado por quienes tienen los recursos. Quienes no paran de hablar, y de hablar, y de hablar… Ellas bailan. Y callan. La chica preciosa y silenciosa que interpreta, sin voz, la maravillosa Irene Escolar. Y se besan, claro, para nerviosismo y deleite que los machos que miran y a los que pareciera que no les gustan las mujeres como personas. La mirada pornificada.
Apoyada en las ajustadísimas interpretaciones de Oscar Martínez y Antonio Banderas, tal vez porque ellos mismos son en parte sus personajes, y en la fuerza de una Penélope Cruz que es mejor actriz cuando hay un director que la saca de su zona de confort, Competencia oficial es una comedia sobre el sentido del arte, sobre la tensión irresoluble entre cultura y espectáculo, sobre el público y sobre la masa, y en fin sobre las máscaras que todas y todos nos ponemos aunque no nos dediquemos profesionalmente a la interpretación. El teatro de la vida y la vida como teatro. La persona y el personaje. La representación. Y puede que al fin la vida como ese intento largo y desesperado, y me temo que imposible, de domar al ego que llevamos dentro y que necesitaría siempre el abrazo posible de la política como arte de lo común. Un pozo siempre hondo y oscuro en el que el éxito tiene siempre que ver con el aplauso de los demás, con el tamaño de nuestro nombre en el cartel, con los premios hechos con papel o con plata, con esa irresistible sensación de dejar huella, como quiere hacerlo Humberto (un José Luis Gómez que bien pudiera ser un personaje de Mary Shelley), que es el motor de la historia. El que resume en todo su ser y estar las esencias últimas del sujeto – masculino – que vive en una eterna puesta en escena. El que produce películas y construye puentes. El que compra derechos de autor sin haberse leído la novela. El que preside fundaciones vacías y come helados como un niño. Los hombres niños, tan peligrosos y tan temibles. Los que parecen vivir la vida como una batalla, como un western, como una recepción en la que se sirven bandejas con mariscos. Frente a los que quizás no nos quepa más escuela de emociones que el arte y la esperanza de más Lolas que se suelten el pelo y sean capaces, al fin, de hacer justo la película que ellas quieren.
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