Tras su novela Candidato, que puede leerse, entre otras cosas, como el retrato sin miramientos de una masculinidad hegemónica y depredadora, Antonio J. Rodríguez acaba de publicar un ensayo en el que con valentía nos interpela a los varones. La nueva masculinidad de siempre, cuyo título describe a la perfección la paradoja en la que con relativa frecuencia nos instalamos, constituye un análisis demoledor en muchos aspectos, controvertido en otros, pero en suma necesario, sobre algunas de las encrucijadas en las que nos encontramos los hombres del siglo XXI. Unos sujetos que, como mínimo, andamos algo desnortados ante los avances del feminismo, el poderío creciente de nuestras compañeras y la quiebra lenta pero sin pausa del púlpito en que durante siglos tuvimos el monopolio de la palabra. Un contexto en el que no faltan lamentablemente colegas de fratría que se abrazan a una suerte de revanchismo patriarcal que incluso pone en peligro algunas de las conquistas igualitarias que las mujeres realizaron, no sin esfuerzos, a lo largo del siglo pasado. Y es que, como nos advierte al autor, “en una sociedad machista, el machismo es una herramienta de supervivencia” y el feminismo merece su castigo.
Junto a jugosas, y provocadoras a veces, reflexiones sobre el deseo, la sexualidad o las identidades, el libro de Rodríguez plantea tres cuestiones esenciales. De una parte, la perfecta alianza entre capitalismo y un patriarcado que siempre se ha caracterizado por su capacidad de reinvención. La ilusa libertad que nos vende la teoría del contrato, el mito de la libre elección o el mercado de los deseos que los hombres tendemos a interpretar como derechos constituyen los ejes centrales que mantienen la subordinación de las mujeres del planeta. Todo ello en un marco que pretende vendernos la fantasía de un mundo de libertades que no son tales en cuanto que subsisten desigualdades estructurales como son las relacionadas con el género. Este contexto, y es la segunda reflexión más potente del libro, es un campo abonado para que crezcan como nabos las “nuevas masculinidades”, ese concepto tan vacío y tan políticamente correcto que, con demasiada frecuencia, olvida la transformación social y lo reduce todo a una mezcla inane de individualismo y emociones. Los calcetines de colores de Trudeau, las lágrimas de Obama, los actores tan machos que dicen sentirse femeninos. Los hombres que corren como si el medidor de sus pulsaciones fuera tan importante como su falo.
En tercer lugar, y en un capítulo emocionante titulado “Masculino singular”, Antonio J. Rodríguez se adentra en los laberintos de la paternidad o, lo que es lo mismo, en la constatación más hermosa de la vulnerabilidad y de la imperfección que nos iguala en cuanto humanos. Ese ejercicio de errores, rectificaciones, miedos, malestares y bellezas que nos van sorprendiendo día a día, y que es para muchos hombres una llave que posibilita el inicio del reseteo de un hardware en el que nunca hubo espacio para los cuidados, para la afectividad, para el tiempo lento de lo privado. Es decir, un disco duro en el que, en lucha siempre con lo femenino que vemos como una traición, no dejamos de almacenar ansias de dominio. Los que cuando amamos a un hijo nos movemos entre “el mayor de los delirios de grandeza y un cariño absolutamente desinteresado”. Los nuevos padres nuevos, también.
Leer La nueva masculinidad de siempre puede ser un buen ejercicio para tomar conciencia del lugar en el que los hombres seguimos estando y de cómo nos seguimos construyendo en la huida. Incluida esa falofobia de la que habla Rodríguez y que nos impide establecer lazos de piel y de emociones con quienes seguimos viendo como competidores o, en el mejor de los casos, como espejos que confirman nuestra virilidad. De ahí la urgencia de que empecemos todos a decodificar por completo nuestro género, por abolir privilegios e igualar derechos. Por revolucionar de forma feminista, o sea, pacífica pero radical, el poder nuestro de cada día.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE NOVIEMBRE DE 2020 DE LA REVISTA GQ
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