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EL ÁRBOL, EL BOSQUE Y ROZALÉN

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Cuando era niño y los veranos eran eternos en el cortijo de mis abuelos, mis ojos siempre miraban entre asombrados y temerosos un pequeño terreno cubierto de álamos que estaba a unos metros del estanque donde aprendí a nadar. Altos y desafiantes. Verdes y grises. Un espacio pequeñito en aquella tierra de olivos pero que a mí me parecía casi un bosque. En aquella alameda, en la que a mi abuelo Francisco le gustaba tanto pasear mientras repetía versos propios y extraños, yo empecé, sin darme cuenta, a inventar mundos que me servían de refugio. Aquella pequeña suma de pequeños árboles fue mi bosque de las brujas, de los insectos y de los ogros. El de los pájaros sin jaula y el de un cielo lejano que, sin embargo, yo entonces creía poder tocar con mis pequeñas y regordetas manos.

Tardé mucho en entender todas las metáforas que caben en un bosque y cuánto de mí había en cada árbol. Uno y todos. Las piezas siempre desordenadas de un puzle cuyo casos solo apreciaría con el tiempo. La alameda de mi niñez, los bosques más imaginarios que reales paseados en mi Sur tan seco, todos los árboles que me han cobijado y he sido, han vuelto a mí al escuchar el último disco de Rozalén. Un suma de canciones que, pese el contagioso entusiasmo vitalista de la hija de Angelita y Cristóbal, está inevitablemente atravesado por el carrusel de emociones que todas y todos estamos viviendo en este 2020 para olvidar. Y por una cierta tristeza, un punto de melancolía, un quejido que no llega a ser herida que sangra y que en la voz de la autora de Berlín, se convierte en santo y seña de nuestra fragilidad.

El árbol y el bosque está lleno de llamadas a buscar la felicidad en nuestro interior, a no perder ningún tren, a decir que no a todo aquello pueda quebrarnos o malherirnos, a defendernos como lobas frente a quien pretenda hacernos callar, a digerir el amor finito con el menor duelo posible, pero todo esto, que podría hacernos pensar en el altar de nuestro ombligo, está siempre encadenado a lo común, a lo compartido, a todo lo que en estos meses tan jodidos hemos empezado a valorar, al menos algunos, como el centro de la vida. Todo eso que debería ser pues también el centro de la política. En este sentido, las canciones de Rozalén vuelven a ser un manifiesto contra las fronteras, contra las líneas que nos separan de los otros, contra los barrotes de cualquier jaula que nos impida el vuelo.

Escuchando a la infatigable Rozalén, esa mujer que parece tener la cola de un cometa siempre efervescente uniendo el pecho con su cabeza, vuelvo a los abrazos que tanto echo de menos, a las amigas que me enseñan a ser el hombre que debería ser, a los ritmos que me hacen bailar soñando con la cintura amada, a la abuela que lleva desde primavera esperando un beso de esos "apretaos" que dejan un cráter de pintalabios en la mejilla. A la maza de las convicciones y las utopías, tan lejos de salvadores y de manuales de autoayuda. A las canciones que como danzas del pueblo, sin ira, buscan como agarrarse, agarrarnos a la esperanza. Un árbol entrelazado con otro, confundidas las ramas y compartida la savia. Raíces que son alas, alas que son poemas. La belleza, que diría Aute desde el cielo que tocaban mis manos pequeñas y regordetas.

PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 4 de noviembre de 2020:

https://blogs.publico.es/dominiopublico/35042/el-arbol-el-bosque-y-rozalen/


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