Los hombres duros no bailan. Ya nos lo advirtió Norman
Mailer. El cuerpo masculino siempre ha estado sometido a una dura disciplina.
Ha sido un cuerpo para el combate, para la acción, para la guerra. El
instrumento vigoroso de quien siempre ha tenido el poder. El varón definido en
negativo. Ser un hombre ha sido no ser una mujer. Por eso, incluso cuando hemos bailado, nos
hemos puesto límites, para que nada deje en evidencia que también nuestros
huesos, nuestros músculos, nuestra piel, están siempre a punto de romperse. Nada
de mostrarse como animales heridos, como juncos doblados, como insectos que
pueden ser aplastados por una bota. En el siglo XXI hemos convertido los
gimnasios en los santuarios de la virilidad. Mujeres, hombres y viceversa.
Cuerpos musculosos en Instagram, pechos desafiantes en Tinder. Todo es cultura
pornificada.
Ese macho hegemónico, al que incluso tratan de imitar muchos
hombres gais que tienen asumido que ser un hombre de verdad pasa por ser
dominante y machista, lejos de desaparecer, parece rearmarse en estos tiempos
de fascismo reinventado y patriarcas reactivos. En este siglo de maricón el
último y de nenazas que traicionan la virilidad transmitida por sus padres. Precisamente
por ello, justo ahora, es tan emocionante ver una película como Solo nos queda bailar. Ambientada en un país, Georgia, en el que desear
a alguien de tu mismo sexo sigue condenándote a los márgenes, la película nos
muestra no solo lo que podría ser una historia de amor imposible, que también,
sino sobre todo la cruzada de un joven que, al descubrirse, ha de asumir que le
ha tocado vivir en una permanente trinchera. Con el fondo de los bailes típicos
de un país en el que los hombres danzan para certificar su virilidad, demostrando
su potencia y el dominio que concede la verticalidad, la película de Levan Akin
tiene el gran acierto de mostrarnos, a través de lo cotidiano, y sobre todo de
las miradas de los protagonistas, cómo ser un hombre de verdad implica, todavía
hoy, vivir en una jaula cuyos barrotes son vigilados por la fratría.
Solo nos queda bailar, que tiene
además el aliciente de contar con una banda sonora de músicas que no solemos
tener en nuestro imaginario, sigue la estela de clásicos como Brokeback Mountain o Tierra de Dios, para enseñarnos
que en este mundo que ahora mismo corre el peligro de una regresión en materia
de derechos humanos, muchos jóvenes todavía viven su sexualidad como una
batalla en la que casi siempre acaba habiendo víctimas. Pero, más allá de esa
dramática evidencia, la historia de Merab e Irakli, interpretados de manera
emocionante por los bellísimos Levan Gelbakhiani y Bachi Valishvili, nos muestra
cómo en general, todos los hombres, seguimos siendo demasiado esclavos de unas
expectativas de género que provocan que neguemos buena parte de nuestra humanidad.
“La danza georgiana no admite fragilidad”, le dice al protagonista uno de sus
maestros. En esa frase rotunda, en la que podríamos cambiar el sujeto por
masculinidad, se encierra el brutal puñetazo que nos da esta película y que nos
invita a reconciliarnos con nuestro cuerpo que gira, que se dobla, que
amanerado se mueve en círculos, que se quiebra y que cae. El cuerpo expresivo y
expresado, sentido y enamorado, el deseante y el deseado. Ese junco salvaje que
al final de la historia resulta ser Merab, al que al fin vemos liberado o, como
mínimo, iniciando un proceso de emancipación a partir del reconocimiento de su
pie lastimado, de su corazón vapuleado y de su futuro incierto. Y al que,
afortunadamente, le queda el baile como bálsamo capaz de cicatrizar todas las
heridas. Algo que todos los hombres deberíamos por cierto aprender. Bailemos,
pues, que nos va la vida en ello. Bailad, bailad, nenazas. Por el cuerpo empieza la revolución.
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