El que se sentó el sábado pasado en la segunda fila del Teatro Español para ver el último montaje de Andrés Lima es un hombre. Un tipo que, en aquellos años en que fue hetero, nunca fue de putas, pero sí que mantuvo el silencio cómplice con los colegas que lo hacían. Con aquellos que lo invitaron a una despedida de soltero en un prostíbulo de las afueras de su ciudad. Con los que habitualmente hacían bromas al contar sus batallitas sexuales y se llamaban entre ellos “hijo de puta”, como si fuera una especie de pasaporte que permitía entrar a formar parte de la fratría.
El que fue sacudido por la oleada de emociones a las que Carmen Machi, Nathalie Poza y Carolina Yuste dotan de vida es un tío que, supongo que como todos, anda algo desnortado en estos tiempos del #MeToo y de reacción neomachista. El que escuchó el intenso debate entre Amelia Tiganus y Virginie Despentes, ese que cuando se plantea en la Universidad provoca iras y pancartas, es un padre que no se atrevería a afirmar que su hijo, ya mayor de edad, nunca ha pagado por sexo, o no ha formado parte de una manada, o no ha buscado en las redes lo que su progenitor nunca supo explicarle con ternura.
Prostitución, que tiene el gran valor de poner delante de nuestras narices una realidad que habitualmente no miramos y de intentar, con bastante éxito desde mi punto de vista, colocar al espectador ante todos los argumentos que se manejan en debates acalorados que con frecuencia cometen el error de partir de la negación del mismo debate, genera malestar y desasosiego, incomoda. Hace que se meta en tu cuerpo una especie de insecto malsano que picotea tu vientre, tu corazón, tu cerebro.
Aunque en ocasiones pudiéramos pensar que estamos en un cabaret, lo cual es uno de los mejores recursos escénicos de la obra, realmente estamos en las afueras, en el corazón de la miseria, en esas trincheras donde se sientan a esperar —eternas Penélopes que se maquillan las ojeras en un polígono, en un piso oscuro o en la celda de un club— aquellas en cuyos cuerpos se siguen escribiendo las reglas del patriarcado. Ese concepto, sí, concepto, porque conceptualizar es politizar, que es como un gran contenedor metálico en el que caben todas las basuras y todos los desechos. Esos que suelen tener a un varón como administrador principal y a una mujer como víctima, por más que ella incluso no se vea como tal.
En estos tiempos de alianzas brutales entre el neoliberalismo salvaje y una cultura machista que genera no solo subjetividades sino también negocios millonarios, la apuesta de Andrés Lima, que generará algún que otro sarpullido entre quienes confunden las convicciones éticas más arraigadas y legítimas con el dogma de una religión ante la que solo cabe arrodillarse, es uno de esos productos culturales que nos interpelan, que nos zarandean, que hacen incluso que tengamos mala noche, como yo la tuve después de ver llorar a las muchas mujeres que interpreta Carmen Machi o al recordar la brutal violación que nos relata Carolina Yuste. Sin embargo, y aun reconociendo ese potencial artístico y ético, que para mí acaban siendo las dos caras de una misma moneda, eché en falta a la mitad responsable.
Tuve que intuir, ver en una pantalla borrosa o escuchar apenas unos minutos en una voz en off, a quienes son los sujetos que hacen posible la continuidad del sistema prostitucional, quienes lo convierten en una de las mayores fuentes de explotación del planeta, quienes siguen, seguimos, instalados en el púlpito. Y esta ausencia a mí me parece muy grave porque nos obliga a esquivar la auténtica pregunta que no es otra que si el acceso de los hombres al cuerpo de las mujeres, a través del dinero, es un derecho o un privilegio. Porque esta es la pregunta que nos llevará al corazón del dilema: el dominio masculino y, en paralelo, la plena disponibilidad de las mujeres.
Mientras que no cuestionemos no ya la dimensión penal que tiene la explotación económica de las mujeres, incluida la que supone convertir sus orificios en mercancía millonaria, sino la misma concepción masculina de la sexualidad, la centralidad de la prostitución en la definición misma de la fratría viril o la normalización de nuestra omnipotencia como atalaya desde la que administramos el amor o el deseo, difícilmente vamos a cerrar el debate y mucho menos a encontrar respuestas adecuadas, incluso a nivel jurídico, a lo que yo entiendo es la gran servidumbre del siglo XXI. La que afecta de manera muy específica a las mujeres prostituidas, pero que también se extiende a otras muchas formas de esclavitud y explotación que sufren las que todavía hoy pelean por ser ciudadanas de primera.
El que se sentó expectante en El Español el pasado sábado era un hombre con convicciones abolicionistas, que tenía claro que la clave está en sancionar y deslegitimar a los sujetos prostituyentes y no revictimizar a las mujeres prostituidas. El que salió a la plaza de Santa Ana, deseando respirar algo de aire fresco tras las dos horas de puñetazos en el ring, lo hizo convencido, tal vez más que nunca, de que la verdadera revuelta, admirada Amelia, no es la de las putas, sino más bien la de todos chulos que castigan. Los miles, millones de “pichis”, que en este país y en el mundo entero seguimos teniendo en nuestras braguetas el centro del poder.
La revolución urgente y necesaria es la nuestra, la de los hombres que tendríamos que rebelarnos contra esa masculinidad que hace del prostíbulo su santuario y de la puta un espejo en el que verse al doble de su tamaño. Mientras que no seamos nosotros quienes nos comprometamos, de palabra y obra, con la censura, persecución y sanción no solo del sistema prostitucional sino del poder masculino que lo sostiene y ampara, seguirá habiendo esclavas en las cunetas y hasta algunas que creerán que lo hacen por libre elección. Seguirá habiendo discusiones y tensiones en la academia, iniciativas legislativas más o menos valientes, campañas bienintencionadas y hasta quienes intentarán convencernos de que abrirse de piernas es empoderante, pero mientras que no pongamos el foco en quienes solemos hacer las cosas por cojones, mucho me temo que el contenedor de mierda seguirá dando vueltas y vueltas.
Como si Celia Gámez o Norma Duval o Lina Morgan, vestidas de chulapo madrileño, hubieran hecho del Escándalo de las afueras un cabaret en el que bailan las que un día aprendieron bien ese estribillo que dice “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Publicado en Blog MUJERES de El País, 18-2-2020:
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