La adolescencia es un tobogán, un desfiladero, un precipicio sin marcha atrás, el principio de la muerte que llega, la edad en la que cualquier fruta derrama su jugo, como si estuviera a punto de echarse a perder. La adolescencia, en la era de Instagram, es un espectáculo de músculos y labios, un rompecabezas de likes que deja víctimas por el camino, una fiesta que dura 24 horas y en la que la ficción parece la única realidad posible. La adolescencia constituye, como bien dice el tópico, el fin de la inocencia y, en el caso de las mujeres, un tiempo que alimenta la culpa y una baja autoestima.
La primera película de Lucía Alemany, escrita por ella y por Laia Soler, retrata con verdad y sin imposturas, aunque el relato a veces se sitúa en lo esquemático, sobre todo en los personajes masculinos, ese filo de la navaja en el que se encuentra una quinceañera de pueblo cuando siente chocar con los barrotes de la jaula las alas que le están saliendo en la espalda. La historia está narrada con la aparente sencillez de quien sabe donde reside la vida, y se enmarca a la perfección en el contexto opresivo y conservador que siempre supone un pueblo pequeño, pese a su luz mediterránea, y al que tantas y tantos nos es fácil reconocer. La inocencia pone su mirada en esos heroísmos que habitualmente no llaman la atención de los hombres que miran a las mujeres y nos cuenta algo que podría parecer archisabido pero que no deja de ser campo de dilemas: la complicada tarea de empezar a ser uno mismo, sobre todo cuando se es mujer y se trata de escapar de los todavía férreos controles que los demás hacen de su moral, de su cuerpo, de sus decisiones. El rostro que respira verdad de la debutante Carmen Arrafat y la hondura de Laia Marull, que es como una alacena de afectos y renuncias, consiguen que nos creamos las emociones en juego y que entendamos por qué ambas, y no solo la adolescente, están en lucha.
La peripecia emocional y física de Lis, esa adolescente que respira con dificultad entre el padre ogro que le reclama su yogur y el príncipe azul que la ama a gritos, es la de tantas jóvenes de hoy que todavía son esclavas del amor romántico y que deben pelear en un contexto que las marca como seres sexualizados y disponibles o, en el mejor de los casos, eternas menores de edad necesitadas siempre de un varón que las proteja. Una encrucijada para la que tal vez no haya más salida que la sororidad, tal y como nos demuestra el final que comparten Lis y su madre. Las dos en el alambre. Artistas de la cuerda floja que supone, todavía hoy, ser mujer y ser dueña de tu destino. Sin culpas, sin remordimientos, sin miedos. Con la boca llena de palabras y el cuerpo atravesado por la sabiduría de todas las brujas que el patriarca no consiguió quemar.
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