La desigualdad crea monstruos. Y los monstruos, violencia. Habitamos
un mundo en el que se han ido diluyendo los términos medios, los espacios de
contención, los lugares en los que era posible un cierto equilibrio. Vivimos en
extremos que luchan, con la cabeza llena de pájaros que, en en vez de imaginar,
nos llevan a situarnos en trincheras. El capitalismo salvaje nos inyecta deseos
en vena y nos convierte en mercenarios. Es fácil venderse al mejor postor,
creerse libre aunque solo poseamos el margen de libertad que el mercado nos
permite, desatar las pasiones más humanas
en una selva donde solo sobrevive el más listo, el más atrevido, el más
ambicioso, el que más y mejor desea.
Parásitos, la película con que el coreano Bong Joon-ho nos remueve las
tripas, es una despiadada, cruel
y a ratos divertida parábola sobre como hoy sigue estando en vigor lo que, de
manera un tanto viejuna para algunos, podríamos llamar lucha de clases. La que
sigue provocando chispas entre los sótanos que se llenan de agua con las
tormentas y los chalets de lujo en los reina una aséptica, casi farmacéutica,
felicidad. Con un guión milimétricamente
pensado, lleno de giros inesperados y con un ritmo que hace que la película se
mueva entre varios géneros a la vez, consigue
un retrato doloroso y certero del presente. De cómo los extremos de la
opulencia y la precariedad, cada vez situados en planetas más distantes,
provocan que el lobo que vive dentro de nosotros se convierta en ciudadano
dispuesto a ganarse a cualquier precio lo que el sistema, antaño mínimamente
reequilibrador, ahora le niega. En este sentido, la película que con toda
justicia ganó la Palma de Oro en Cannes nos está hablando de las miserias que personificamos
y de las ficciones, individuales y colectivas, que creamos para convencernos de
que es posible sobrevivir. En el fondo, esa familia que podríamos considerar
desalmada, y que hace una representación para que su vida puede asemejarse en
algo a lo que sueñan, somos nosotros mismos. No hay tanta diferencia entre esos
padres y esos hijos que invaden el espacio anhelado y nuestras familias de
consumidores ansiosos que miran en las pantallas de sus móviles la casa, el
coche, el abrigo o el novio que querrían tener.
Parásitos, que no renuncia
a sus momentos de ternura y a un final en el que parece que nos digan que hay
vínculos emocionales que sobreviven a la barbarie, es una fábula sin moraleja,
porque no caben en ella ni la advertencia ni el consejo. Es solo un fresco
inteligente y brutal de cómo en el siglo XXI hemos llegado a un mundo en el que
los sueños ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad – no digamos, sororidad
– han quedado en las cunetas. Un mundo en el que quienes viajan en metro huelen
a sótano, a humedad, a comida recalentada, y en el que quienes viven en
urbanizaciones vigiladas desprenden un aroma a mitad de camino entre un
ambientador de lujo y una vacuna capaz de proteger frente a los virus. Tal vez
la única lección que podríamos extraer de esta película, que en el fondo es una
historia de terror, no sea otra que la inevitable consecuencia que provoca un
sistema que alimenta desigualdades. O, mejor dicho, la dolorosa demostración de
que a menos igualdad más cuchillos, más fantasmas, más lobos defendiendo a su
manada. Es decir, la guerra. Una guerra
con misiles invisibles. Palabra de Bong Joon-ho.
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