Fue en 1981, en el Primer Encuentro
Feminista Latinoamericano y del Caribe, celebrado en Colombia, cuando se decidió
marcar el 25 de noviembre como Día Internacional contra la violencia hacia las mujeres,
en recuerdo del asesinato de las hermanas Mirabal. En 1999, Naciones Unidas asumió la jornada que
así empezó a tener carácter global. Desde entonces, y lamentablemente, cada mes
de noviembre se multiplican los actos y las manifestaciones que nos recuerdan los
millones de mujeres que continúan siendo víctimas de violencias machistas. Sin embargo,
para mí noviembre tiene la energía renovadora que suponen los comienzos o, como
mínimo, la inquietud creativa que supone cerrar un capítulo y abrir otro. Un 23
de noviembre mi madre me parió en Cabra y casi 3 décadas después, y con solo cuatro
días de diferencia, mi hijo nació en Córdoba. Casi compartimos pues día de celebración
que en los últimos años casi siempre me ha coincidido con algún acto en torno al
25N. En este 2019, en el que yo llego a una cifra redonda y en el que mi hijo
llega a la mayoría de edad, noviembre será más especial si cabe. Porque el
pequeño de la casa se convertirá en ciudadano e iniciará un proceso, de hecho,
ya lo inició hace un tiempo, aunque yo no quisiera ser consciente, que le llevará
a hacerse con su lugar en el mundo. Si es que antes, movilicémonos, sus
progenitores no nos hemos cargado el maltrecho planeta que nos estamos empeñando
en dejarle a nuestros descendientes.
Miro en el calendario el mes de
noviembre como si fuera un catálogo de promesas, un escenario con el guion por
escribir, un viaje que iniciamos sin guía. Como padre imperfecto y eternamente
dubitativo, me asaltan los temores, me inquieta el mundo en el que mi hijo
tendrá que desenvolverse y, sobre todo, me angustia darme cuenta de cómo él
sigue formando parte de una cultura machista que se resiste a abandonar sus privilegios.
Por más que su madre y yo hayamos intentado que crezca en un contexto igualitario,
soy consciente de cómo el entorno relacional en el que se mueve le lanza cada
día mensajes que le invitan a convertirse en el rey, en el mago, en el guerrero
y en el amante. Me preocupa que vea Elite
con ansia, que escuche determinadas canciones, o que se deje llevar por fratrías
en las que se siente obligado a demostrar lo hombre que es. Me doy cuenta,
ahora más cuando mi hijo empieza a volar a su aire, de las muchas carencias del
sistema educativo, de lo mucho que también seguimos fallando los padres y las
madres, y de, por tanto, la urgencia de trabajar con los y las más jóvenes para
que en el futuro noviembre pueda dejar de ser el mes de los silencios fúnebres.
No estaría mal como primer propósito
de enmienda, en este noviembre que yo inevitablemente vivo con el optimismo del
que no se resigna a caer en la melancolía, los hombres de todas las edades empezáramos
a darnos cuenta de que las violencias machistas no son algo externo a nosotros.
Al contrario, son la expresión más brutal del orden desigual del que nos
beneficiamos y de una cultura que nos sigue colocando en el centro. Por lo
tanto, tenemos una singular responsabilidad, personal y colectiva, en procurar que,
desde lo más íntimo y personal, las relaciones empiecen a construirse desde la
equivalencia. Solo así, desde la empatía y el reconocimiento del otro y de la
otra, podremos darle la vuelta a unas relaciones afectivas y sexuales que
siguen siendo deudoras de nuestro afán de dominio. Ojalá, mi hijo, y el tuyo, y
el del vecino, lo asuman y lo vivan como una celebración. Noviembre se
convertiría así en el mes de los hombres que al fin se abrazan a la vida.
* ESTE ARTÍCULO HA SIDO PUBLICADO EN EL NÚMERO DE NOVIEMBRE (2019) DE LA REVISTA GQ
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