Las vidas robadas... y recuperadas a través de los libros
María G. envió su correo a la editorial que había publicado mi Autorretrato
de un macho disidente. En él me explicaba lo mucho que le había emocionado
la lectura de uno de mis primeros libros, Las horas. El tiempo de las
mujeres, y de cómo se había visto reconocida en la historia de tantas
mujeres que habían construido su vida a través de un permanente ejercicio de
renuncias. Me contaba cómo llevaba meses en cama, arrastrando una larga
enfermedad que se le había ido complicando, y me agradecía toda la luz que le
habían aportado mis palabras. Me explicó que era una lectora apasionada, que
todo lo que no había podido vivir lo había sentido a través de la literatura y
que ella, una mujer pequeñita, insignificante, se había sentido grande cada vez
que se dejaba llevar por lo que le contaban los libros. Me hablaba también de
sus penurias económicas, de sus limitaciones y de su soledad. La fragilidad de
quien se sabe al borde del precipicio y que necesita, como sea, aferrarse a las
horas.
La lectura de ese correo me tuvo trastocado durante días. Quizás porque
nunca había sido consciente del enorme poder que pueden tener las palabras y de
los muchos hilos mágicos que pueden trenzarse con quienes se acercan a las que
tú como escritor inventas en la soledad de tu habitación. El efecto
multiplicador de lo que sirve para que nos reconozcamos, seres vulnerables, ante
el espejo que otra persona nos pone delante. Pensé mucho de qué manera
contestarle. Lo hice titubeante, mordiéndome la lengua. Con esa forma tan
masculina que tengo a veces de reprimir las emociones. Me atreví a pedirle su
dirección postal. Ella me contestó en seguida, más emocionada todavía que en el
primer correo, sintiéndose entonces sí una mujer grande. De repente, había
dejado de ser la minúscula polilla que revolotea en busca de la luz. Le envié
dos libros que le dediqué con una mezcla de pudor y celebración.
No volví a tener noticias de mi lectora hasta hace unas semanas. Una
mañana de ola de calor recibí una llamada en el teléfono de mi despacho. Al otro lado, una voz como de niña delicada,
tímida pero valiente, se presentó y, al borde de las lágrimas, volvió a
agradecerme todo lo que se supone que yo le había dado sin saberlo. Casi
bloqueado por la sorpresa, dejé que ella que fuera lo que nunca había sido, la
narradora. Me explicó que ese mismo día había estado haciendo testamento. Su
estado físico se había deteriorado de tal manera que los médicos le habían
recomendado que pusiera en orden sus papeles. A pesar de la dureza de lo que me
estaba contando, ella parecía firme, sólida como una roca. “Ya no tengo calidad
de vida, así es mejor no seguir”. Me habría gustado tener a mano una cajita
para guardar toda la energía que María, con sus poco más de treinta kilos, fue
capaz de regalarme una mañana en la que el sol del verano empezaba a herirme. Me
animó a que siguiera escribiendo, batallando, saliendo de mí para llegar a
otros y a otras. Fui yo el que lloró más que ella escuchando lo que más que una
despedida era una conmemoración.
Cuando se publiquen estas líneas no sé si María seguirá viva. Si todavía
le quedarán algunas fuerzas para seguir agarrada a un mundo en el que incluso
necesitaba una lupa para poder leer las letras que se le habían ido borrando.
Juntos recordamos a Virginia Woolf, a Mrs. Dalloway, a las mujeres de Las
horas. Y nos fundimos en un abrazo de esos que nos reconcilian con el núcleo de
nuestra existencia. Y su estribillo, el estribillo de María, quedó para siempre
pegado a mis oídos, como un mandato: “las horas, esas que solo dios sabe por
qué las amamos tanto”.
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