Yo también soy Litus. Ese hombre que se pone mil máscaras y que aparenta con frecuencia ser feliz, vivir permanentemente entusiasmado, gozar con cada minuto que le ofrece la vida. Yo también soy como ese suicida que callaba sus turbulencias, que disimulaba sus iras y sus odios, que era incapaz de enfrentarse a la verdad y prefería columpiarse por los versos del arte y el desatino. Yo, supongo que como Litus, al que nunca le he visto la cara, huyo de mis malos pensamientos, prefiero no mirarme en el espejo, trato siempre de cumplir las expectativas. Hago, casi siempre, lo que los demás esperan de mí, y eso supone que a menudo me olvide, o ni siquiera tenga claro, que es lo que yo quiero de verdad. Como buen hombre educado en los privilegios de la virilidad, me muestro a los demás como el paradigma del éxito, del buen rollo, de la amabilidad suprema y de la sonrisa siempre a punto. Trato, aunque no siempre lo consigo, de disimular mis penas. Los hombres no lloran, los tipos duros no bailan, los niños han nacido para triunfar.
Litus, la obra de teatro de Marta Buchaca, que Dani de la Orden ha sabido convertir en una película que sin ser sobresaliente es capaz de abofetearnos con ternura, nos habla de muchas cosas. Del duelo, de las amistades imperfectas, de la soledad, de la fragilidad de los vínculos, de las dificultades para cerrar capítulos de nuestras vidas. Pero, más allá de todo eso, lo que más me interesa de las historias entrecruzadas de estos treinteañeros del siglo XXI, es cómo nos vuelve a dibujar a nosotros, los hombres, como seres en deficitaria construcción. Como unos individuos que o bien se resisten a crecer - como sería el caso de Marcos, el personaje que borda Adrián Lastra - o que, en general, como demuestran todos los chicos de la película, son incapaces de digerir las emociones y de asumir que son vulnerables. Y, por tanto, no pueden construir relaciones ni proyectos sostenibles, porque ellos mismos son columnas de arena.
Eso es lo que de alguna manera nos viene a decir, aunque explícitamente no se mencione, el monólogo que brillantemente nos regala Quim Gutiérrez, un actor que a lo largo de su carrera ha interpretado una serie de personajes, desde los que ha hecho a las órdenes de Daniel Sánchez Arévalo hasta el Toni de esta historia, que nos ponen como espejo a tíos que no tienen más remedio que ir aceptando que no son los héroes que tal vez un día pensaron que serían.
Aunque en la película pesa en exceso su origen teatral, y aunque el final puede resultar de una obviedad que resta magia, Litus merece la pena verse como un ejemplo más de historia que en este siglo nos está diciendo a los hombres cuánto bien nos haría despojarnos de corazas. Hasta qué punto sería fructífero y hermoso que pudiéramos romper silencios, salir de los armarios y dejarnos llevar por la consciencia de nuestra finitud. Estoy seguro de que haber asumido este ejercicio de emancipación, el final de Litus habría sido otro, como también habrían sido otros los vínculos generados en su vida. Ojalá más pronto que tarde los hombres nos demos cuenta de todo eso que Toni, con el rostro viril pero siempre quebradizo de Quim Gutiérrez, nos advierte al hilo de unas cartas que son la máxima expresión de cómo los hombres construimos nuestra identidad mediante la negación.
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