Como he pasado más de media vida leyendo sólo a hombres,
salvo a esas pocas mujeres que en clase nos explicaban como excepciones, hace
un tiempo tomé la decisión de que, para compensar esa visión tan sesgada del
mundo, tenía que dedicar el resto de mi vida a leer a mujeres. Como ser
imperfecto que soy, he de confesar que de vez en cuando, traiciono ese compromiso, pero en general
siempre son autoras las que están en mi mesilla de noche o en la mesa de mi
despacho. A medida que voy leyendo libros escritos por mujeres, voy tirando del
hilo y me voy encontrando con una genealogía que nunca me explicaron y que me
demuestra que nunca he tenido una visión correcta de la Humanidad, porque todo
lo leí, lo miré y lo entendí de acuerdo con quienes dominaban la Política, el
Pensamiento y el Arte. O sea, nosotros.
Una de las mejores cosas que he ido aprendiendo del feminismo
es que tengo que desaprender muchas cosas e ir incorporando otras que yo nunca
consideré relevantes. Para eso, la única herramienta posible es leer, escuchar
y aprender de las mujeres, a ser posible de mujeres feministas. Solo así, por
ejemplo, es como he ido entendiendo la brutal humillación que supone el
ejercicio de una sexualidad dominante por nuestra parte, o cómo es de complejo
conciliar el desarrollo profesional con una brillante carrera pública, o cómo
de dura es la vivencia de la maternidad, tan lejos de esa especie de cuento de
hadas en el que sigue insistiendo el mercado. Además, escucharlas y leerlas me
ha permitido descubrir todo lo que de mí mismo no sabía, es decir, de qué
manera construimos la masculinidad y reproducimos relaciones de poder incluso
en sociedades formalmente iguales. Es decir, y por jugar con la célebre
sentencia de Virginia Woolf, las mujeres feministas son para mí un espejo en el
que me veo no sé si más pequeño de lo que soy, pero sí, como mínimo, más
ajustado al machito que sigo llevando dentro. Muy lejos, sin duda, del héroe
que desde niño me mostraron como objetivo a seguir.
Con ese ánimo revelador he leído la última novela de Laura
Freixas, una mujer de la que tanto aprendo de literatura y de feminismo, o sea,
de vida (¡cuánto he recordado en estos días los diarios de Sylvia Plath que ella
me recomendó!). A mí no me iba a pasar, que es una autobiografía (con perspectiva de
género) en la que la escritora nos relata como ella misma pasa por parte de
esos cautiverios que a las mujeres les restan autonomía, muy especialmente por
los que derivan de ese rol que Marcela Lagarde denomina de madresposa, me ha servido, entre otras cosas, para descubrir buena parte de ese
hombre hegemónico que sigue habitando en mí. Es decir, la trayectoria de esta
madresposa, me ha servido para ver justo lo que nosotros nunca hemos querido ver:
cómo nos hemos convertido en seres independientes gracias a la dependencia de
las mujeres. Esa construcción de la individualidad que muy bien explica
Almudena Hernando como “fantasía”. A través del retrato que Freixas nos ofrece
de los hombres de su entorno de trabajo – esos patriarcas de distintas
generaciones, que se pasan el poder de unos a otros (léanse por favor a Celia
Amorós) y que nunca invocan la polla de Marlon Brando en sus reuniones - , de
su propio padre y, sobre todo, del marido inicialmente perfecto que acaba
convertido en el prototipo más insoportable del hombre proveedor, he ido evidenciado, una vez más, todo lo que
los varones tenemos que desmantelar de una vez por todas. Esa cultura machista en la que es un lugar
común que mujeres como Laura sientan lo que explica con respecto a su padre,
ese tipo “del que nunca terminaba
de saber si quería que yo tuviera éxito, para presumir de hija, o si no
soportaría mi éxito porque le haría sentirse fracasado”.
Quizás el elemento que con más insistencia he
visto aparecer en las páginas de libro es ese silencio que la mujer le reprocha
permanentemente al marido. Esa gran sombra, ese árbol, un buen hombre. Un
hombre soso incluso, aséptico como un medicamento. “Un hombre al que el
sexo no le interesaba demasiado” y del que la autora admiraba esa
actitud como de nobleza, de impasibilidad, de corrección, pero también, y ahí
está la clave, de huida de las palabras, del encuentro con “la otra”, de
asunción por tanto de responsabilidades. Un silencio que es el propio de quien
se sabe en una posición dominante, que no tiene nada que negociar y que, por lo
que pueda pasar, mejor esquiva las palabras para que no haya posibilidad de
quiebra. El problema es que a la protagonista le gusta el silencio de su
marido: “todo está bien. No hay nada de qué hablar”. El hombre impasible y la
mujer silenciada. Un clásico. Aunque poco después ese silencio se convierte en
irritante. En ese intervalo, del buen hombre al desalmado, median siglos de
dominio. “Hágase en mí según tu palabra”. Mientras tanto, las mujeres todavía
andan buscando argumentos convincentes para el no. Naturaleza vs Cultura: otro
clásico. Que se lo digan a Laura y a sus sueños con Claves de razón
práctica, esa revista en la que tan habituales son monográficos sin voces
femeninas. El mundo de los jefes frente al de las secretarias, a las que
cantaban Mocedades. Las chicas de Hermida, ¿recuerdan?
El hombre envidiado, la envidia
del pene, un robot. Esos seres desalmados, que no damos muestras de vulnerabilidad
y que, sin embargo, Almodóvar dixit, volvemos locas a las mujeres. El amor, el
omnipotente amor, el opio de las mujeres en el que Laura se bañó, el que comió
y bebió. Sálvame Deluxe.
Ella haciendo merengues y el marido repasando las cuentas. A mí nunca se
me han dado bien los bizcochos, pero el gran problema es que nadie me ha
enseñado a zurcir ni yo he mostrado el más mínimo interés en hacerlo. Y es que,
me confieso, yo también he sido y sigo siendo a veces, un robot con sentimientos
elementales, muy lejos, lejísimos del cyborg de Donna Haraway. Aunque también a
mí, como a la madre de Laura, con la que sin duda me habría encantado tomar un
largo café, los niños me cansan y me aburren. Difícilmente pues sería yo
portada de un Smoda dedicado a las nuevas paternidades. Ando, como ya lo hacía
Alessandra Kollontai, buscando a ese new man que esté a la altura de la “mujer
nueva”.
Ha habido algunas cosas del libro
de Laura Freixas que no me acaban de convencer. No he podido evitar ver en
ciertos pasajes un cierto aire de folletín – no me acabo de creer, por ejemplo,
que una mujer como la protagonista usara con su marido la expresión “hacer el
amor” en plena situación de reproches - ; pienso que la vivencia relatada está muy
sesgada por motivos socioeconómicos o, mejor dicho, de clase; tampoco me
convence, literariamente hablando, ese final apresurado, como de Thelma y
Louise en versión telefilm. Y tampoco creo yo, políticamente hablando, que la
solución pase por buscarse una Mercedes pagada, respetada, con
horarios y seguridad social. Recordemos, en cualquier caso, que el marido
de esta historia podía llegar a ganar hasta catorce o quince veces el salario
mínimo. No quiero ni pensar el mismo cautiverio viviendo al lado de un parado
de larga duración. Supongo que en este caso la esposa no se enamoraría de una
buhardilla ni tendría ocasión de encontrarse con admiradores finos y elegantes
en el AVE.
Me parecen mucho más valientes,
rotundos literariamente hablando y jugosos desde todos los puntos de vista los
dos volúmenes de diarios publicados en los que Laura Freixas nos sacude con un
ejercicio de outing que no deja pies con cabeza. En cualquier caso, mis reparos
no son un obstáculo para que muchas mujeres se vean reflejadas en momentos, en
situaciones o en esa línea genérica de renuncia que supone, todavía hoy, ser
madre y que la autora nos muestra con la mirada crítica que otorga el género.
Una mirada que, entiendo, es inevitable en que quienes, como la autora,
tiene un más que probado compromiso feminista con la transformación de la
realidad. De ahí que su autobiografía, sin necesidad de subtítulo, no pudiera
tener otra perspectiva.
Me temo, sin embargo, que serán
pocos los hombres que se acerquen a este libro. Y no solo porque leemos menos,
y no solo porque leemos a menos escritoras, sino porque no se sentirán
interpelados por lo que Laura Freixas narra de forma tan sincera y, por lo
tanto, denuncia. Yo, como hombre que ha estado casado, que ha sido padre, y que
todavía anda tratando de superar al machista que lleva dentro, me he sentido
reflejado en muchos momentos en el prota masculino, ese Étienne al que, salvo
en una ocasión que no desvelaré, vemos comportarse más como una máquina que
como un ser humano. Un magnífico ejemplo de un hombre empresario de sí mismo,
tal y como el neoliberalismo, en perfecta alianza con el patriarcado que se
reinventa, nos vende como horizonte a los hombres y también a las mujeres del
siglo XXI. Todas y todos con un business plan y, a ser posible, con un previsor
plan de pensiones.
Y he comprendido a la perfección
que la autora de El silencio de las madres siempre
hubiera querido tener hijos, pero no convertirse en madre, sino en padre. Una
lección que los hombres deberíamos asumir justo al revés, es decir,
aprehendiendo el maternaje y la ética del cuidado como ingredientes esenciales
de ese nuevo pacto sin el que no será posible una democracia paritaria. Todo
ello, por supuesto, sin olvidar la necesidad de desencializar y desmitificar la
maternidad – “ser los brazos que acunan, los labios
que besan, la mano que sostiene el biberón, la voz que consuela, el codo que
prueba la temperatura del agua”- y, en consecuencia, el coste
que sigue suponiendo para las mujeres en las sociedades del siglo XXI. Así que,
para completar las tareas, queridos colegas de fratría, una vez que os hayáis
atrevido a leer a Laura Freixas, intentad seguir con la sabia Adrienne Rich,
cuyos ensayos acaban de reeditarse de manera primorosa por Capitán Swing. No se
me ocurre mejor manera de ir acabando con la cultura unilateral masculina y de
poner las bases para que no haya más Lauras, como Freixas, o como la Brown de Las horas, o como la kelly sin nombre que aguanta junto al
marido porque de lo contrario no llega a final de mes, que se vean obligadas a
elegir entre vivir o la muerte en vida. Que puedan crear sin trabas y no
necesariamente seres humanos con los que evitar el apocalipsis que anuncian los
bajos índices de natalidad.
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