De haber vivido en la Edad Media,
Rozalén habría sido una de esas mujeres que condenaban a la hoguera por atreverse
a desafiar un mundo hecho a imagen y semejanza de los hombres. Siglos después,
y cuando vivimos tiempos oscuros que parecen llevarnos a momentos previos a la Ilustración,
ella es una mujer valiente que, en un mundo que sigue estando controlado por
los de siempre, alza su voz, pisa firme y genera emociones compartidas. Todo
ello además desde la vindicación suprema de la alegría de vivir y de un
optimismo capaz de desarmar a cualquier enemigo. Porque sus canciones, sobre
todo cuando se escuchan en directo, en esa ceremonia laica que acaba siendo un concierto
compartido por miles de almas, tienen el valor de convertirse en banderas sin
escudos, en barcos que despliegan sus velas, en cuentos de hadas que solo
tienen de inocencia el guiño cómplice y seductor de María.
En este siglo de escaleras y
guerras declaradas, la Belleza, como nos enseñó el maestro Aute, cada vez parece
escurrirse más entre los dedos. La convertimos con demasiada frecuencia en un selfi
narcisista, en una postal que en seguida borramos del disco duro, en un espejo
donde queremos siempre vernos al doble de nuestro tamaño natural. Por el
camino, hemos perdido en parte la capacidad de tejer sumando manos, de trenzar
historias que se hacen colectivas al ocupar la calle, de reconocernos en el
otro y en la otra. En todas esas vidas que en ocasiones parece que no merecen
ser tan lloradas como las nuestras. Menos mal que tenemos a hadas como Rozalén
que nos despiertan de la modorra, que nos sacuden con versos que parecen
pequeñitos, que nos hacen bailar como si no hubiera un mañana. Que nos
recuerdan, como diría Benedetti, que nuestra obligación es no quedarnos al
margen, al borde del camino. Y que la salvación, música mediante, tiene que ver
con la fuerza emancipadora de lo colectivo.
Ver y escuchar a Rozalén en una
noche de Julio, como tuvimos la suerte de hacerlo el pasado domingo en Córdoba,
es una puerta que se nos abre, violeta por supuesto, para que entremos en su
universo: el de la memoria que se hace corazón a gritos, el de las mujeres que
ya no quieren ser salvadas, el de los hombres que habremos de desmontar a ese
machito tan tóxico que llevamos dentro. Su desbordante optimismo y su sentido
del humor, que aún nos recuerda a la niña de pueblo que sigue mirando con
curiosidad el planeta, nos interpelan de manera muy directa para que al fin
entendamos que el compromiso no está reñido con las sonrisas, ni los versos con
la lucha, ni el amor – el buen amor – con la autonomía que nos hace mástiles de
todas las banderas. La epifanía de quienes plantan girasoles para nunca pasar
frío, el tambor que tiembla en las fosas comunes, los latidos siempre inaprensibles
de los enamorados. Un cuento de hadas vuelto del revés, sin perdices ni princesas
en torreones. Una fábula en la que las niñas valientes cabalgan sobre dragones
y los caballeros, tan despistados, las esperan sin saber muy bien cómo sigue la
melodía.
Rozalén, esa astronauta rosada que
aterrizó hace unas noches en la Axerquía, con sus tacones de aguja y sus aros
dorados, tan grande y pequeñita al mismo tiempo, es una sacerdotisa capaz de
convertir las palabras más sencillas en pan y las músicas más acariciadoras en
vino. Para que todas y todos comamos, bebamos, celebremos. Como en una boda sin
sangre. Todo luz, todo paz, todo abrazo. La hija de un amor sinrazón que tuvo
su razón de ser se sube a un escenario para recordarnos cada día que nuestro mayor
regalo es vivir. Y que solo se puede vivir siendo conscientes de que nuestra
vulnerabilidad reclama siempre el abrazo. Y que en ese baile tan democrático es
de justicia que ellas, las brujas, las hadas, las mujeres, no solo sean la
mitad del cielo sino también de una tierra que nos pide a gritos volver a los
diecisiete.
Publicado en Diario Córdoba, martes 9 de julio de 2019
Publicado en Diario Córdoba, martes 9 de julio de 2019
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