Hubo que esperar al 17 de mayo de 1990 para que la OMS dejara
de considerar la homosexualidad como una enfermedad. Por eso cada año aprovechamos
esa fecha para seguir recordando que la homofobia no ha sido erradicada. Todavía
hoy seis países castigan ser homosexual con
pena de muerte. En otros 26 se prevén condenas entre 10 años de prisión y
cadena perpetua. En 31 se castiga con hasta ocho años de cárcel. En países
cercanos incluso se ponen trabas a las organizaciones y manifestaciones del
colectivo LGBTI. Para algunas religiones sentir deseo por una persona del mismo
sexo es considerado un pecado e incluso, en pleno siglo XXI, hay quien
considera que mediante algún tipo de terapia es posible recuperar la
“normalidad” heterosexual. Tal y como la que sufrió Garrad Conley y que relata en Boy
Erased: Identidad borrada, publicado en España por editorial Dos Bigotes,
libro que ha sido objeto de una adaptación cinematográfica protagonizada por Lucas Hedges, Russell Crowe y Nicole Kidman.
Una historia que nos sitúa frente al dolor que implica la negación de una
persona por obra y gracia de una homofobia que, durante siglos, ha sido un
factor esencial de la continuidad del patriarcado y de una cultura, la
machista, bastada en la heteronormatividad y en la devaluación de todo lo
femenino, incluidos los hombres que traicionan su género. Este doble eje ha
sido amparado y alimentado por iglesias, como la católica, empeñada en mantener
en los márgenes a los seres “monstruosos”, mientras que paradójicamente los
jerarcas pecan a escondidas. Lean el recién publicado Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano, de Frédéric Martel, para constatarlo.
Es indudable que en países como el nuestro hemos avanzado
mucho en el reconocimiento de la diversidad afectivo/sexual y de las identidades
de género, sobre todo si tenemos en cuenta que veníamos de una dictadura en la
que los homosexuales eran considerados vagos, maleantes o peligrosos. Ahora
bien, todavía quedan restos de una cultura machista y homófoba, como lo
demuestran los imparables delitos de odio hacia los/las diferentes o cómo
incluso empezamos a detectar en ciertos discursos políticos una reacción frente
a las conquistas jurídicas del colectivo. Sigue haciendo falta pues recordar
que cuando hablamos de discriminación lo hacemos de humillación y de negación
de la igual humanidad de quien no consideramos semejante. Es justamente lo que
sufre Garrad cuando su padre, un pastor bautista fundamentalista, reniega de él
y hace todo lo posible para que corrija, aún pasando por encima de su dignidad,
eso que él estimaba torcido. No es tampoco casual que sea su madre, domesticada
en el silencio y por lo tanto también discriminada, la que llegado el momento
sea la que reaccione frente al patriarca. Hijo y madre son dos seres que se
alzan contra quienes pretendían negarles voz y autonomía, cuerpo y deseos, en
fin, el sentido último de la existencia humana.
No estaría de más recordar que tras el rostro de un sujeto
discriminado por ser diferente a lo normativo, como el de Jared de la película Boy Erased, habita un ser que sufre y
que tiene todo el derecho a ser reconocido como un humano equivalente. Porque,
y esta es la lección todavía pendiente, la normalidad no existe. Todas y todos
somos seres raros y diversos. Monstruos que encarnamos la riqueza maravillosa
de lo humano. Necesitados de un mundo en el que erradiquemos de una vez por
todas la tolerancia, ese concepto tan perverso que implica una jerarquía entre
el tolerante y el tolerado, y lo sustituyamos por el de reconocimiento. Ello
supone, a su vez, entender que la igualdad no es otra cosa que el
reconocimiento de las diferencias y que, en consecuencia, el que es un enfermo,
o un pecador, o incluso un delincuente, es quien se resiste a reconocer y
celebrar todos los colores del arco iris.
* Este artículo fue publicado en el número de Mayo de 2019 de la Revista GQ.
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