Si el XX fue calificado como el
siglo de las mujeres, no tengo duda de que el XXI merece ya el título de siglo del
feminismo. No creo que haya una propuesta emancipadora tan ilusionante y global
como la que reclama la superación de un orden, el patriarcal, y de la cultura
en la que se apoya, y que no es otra que el machismo. Una propuesta, teórica y
vindicativa, que justamente ahora nos interpela de manera singular a los
hombres. Es decir, a esa mitad de la Humanidad que nunca antes estuvo tan
desorientada y desubicada ante la imparable revolución de la otra mitad. Es
innegable que la progresiva conquista de autonomía por parte de las mujeres
está provocando en algunos hombres, me gustaría pensar que los menos, una
actitud reaccionaria, la cual los lleva a situarse a la defensiva, celosos de
sus privilegios y de un lugar que saben que ya nunca volverán a tener. De ahí
que un machismo cada vez más beligerante, y amparado en fratrías de machos que
se resisten a perder su hegemonía, esté tratando de ocupar el discurso público.
Algunas redes sociales como twiter son buen ejemplo de ello, de la misma forma
que ciertas proclamas de intelectuales varones ponen en evidencia el malestar
de algunos al sentir que pierden el monopolio de los púlpitos. Esos que ahora
irremediablemente tienen que empezar a compartir con voces y palabras de mujer.
Sin embargo, me gustaría pensar
que una gran mayoría de hombres estamos dispuestos a llevar a cabo un ejercicio
de autocrítica, que desenmascare los privilegios de los que seguimos gozando y
que desvele nuestra complicidad, por acción u omisión, con el machismo. Sin
este proceso de transformación masculina, que pasa por adquirir conciencia de
género y por perderle el miedo al feminismo, mucho me temo que las conquistas
de nuestras compañeras seguirán siendo parciales y frágiles. En este siglo, los
hombres deberíamos pues hacer lo que no hemos hecho a lo largo de la historia,
es decir, iniciar un proceso que suponga la renuncia a nuestra posición de
comodidad. Ello implica superar un modelo de masculinidad hegemónica que nos
educa para el poder, la violencia y el dominio. Que nos convierte, aunque en
muchas ocasiones no seamos conscientes, en depredadores del otro y, sobre todo,
de la otra. Un modelo que también genera costes para nosotros mismos, en cuanto
que supone renunciar a la dimensión más humana de nuestro ser, que no es otra
que la que nos reconcilia con nuestra vulnerabilidad.
Ha llegado el momento de que
abandonemos la resistencia pasiva. Ya no basta con permanecer al margen o con
limitarnos a ser políticamente correctos. Las mujeres nos están reclamando una
acción transformadora que pasa por acabar con el machito que todos llevamos
dentro y por no contribuir a la supervivencia del patriarcado gracias a nuestro
silencio cómplice. Tenemos que convertirnos en militantes por la igualdad, lo
cual, claro está, solo será creíble si somos capaces, en cualquier ámbito de
nuestra vida – el trabajo, la pareja, la familia, las amistades –, de ir
adoptando unas reglas del juego que permitan superar la diferenciación
jerárquica entre hombres y mujeres. No es, podéis imaginarlo, una tarea fácil:
todos (y todas) arrastramos una pesada mochila que el machismo ha ido llenando
de costumbres y prejuicios. Tampoco hemos de esperar a que nuestras compañeras
de vida, que ya bastante tienen con su lucha diaria, se conviertan en nuestras
salvadoras. Debemos ser nosotros los que nos lancemos a una aventura que nos
convertirá en mejores personas y que ha de permitir que habitemos al fin un mundo
en el que mujeres y hombres seamos equivalentes. Porque, como bien dice Andrés Neuman, “no
concluirá la luna su mudanza, mientras que el sol no modifique sus costumbres”.
Las costumbres del sol, GQ, Octubre de 2018.
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