Siempre me ha interesado el cine del iraní Asghar Farhadi por su capacidad para poner al descubierto las miserias del ser humano, es decir, de cualquiera de nosotros y, muy especialmente, por cómo disecciona con una aparente (solo aparente) mesura los conflictos que genera cualquier tipo de convivencia. Aunque su filmografía es irregular, incluso en sus películas menores es fácil descubrir ese aliento de humanista metido a cineasta. Para mí, Nader y Simín: Una separación continúa siendo su mejor película, precisamente por cómo se entromete, con lucidez y con la precisión de un bisturí, en los momentos más tensos de cualquier pareja que son los que tienen que ver con su final.
En su última apuesta, en la que nos demuestra una vez más su capacidad para situarse en diversos contextos geográficos y culturales sin parecer una especie de turista curioso y superficial, Farhadi nos vuelve a dar una buena muestra de lo constituye lo mejor de su cine. Es decir, su capacidad para penetrar en los secretos y en las mentiras, en lo que parece que está oculto pero acaba siendo presente, en los hilos que mueven las complejas relaciones humanas. Mucho más complejas cuando hay lazos familiares de por medio y no digamos si existen pasiones no resueltas. Todos lo saben, en la que el director iraní logra con éxito hacer una película española, es decir, no solo rodada aquí y con equipo español, sino también pensada y sentida desde esencias muy nuestras, es irregular pero está llena de grandes momentos. Con la ayuda de un reparto impecable, el director de El cliente nos lleva a otro laberinto de emociones escondidas, de cuentas pendientes y de sufrimientos que no tienen nombre. Lástima que un más que sugerente principio, sin duda lo más brillante de la película, en la que nos muestra como escenario esa familia que pisa suelos tan inestables, acabe derivando en una trama que al menos a mí poco me interesa y que, en ocasiones, bordea el más común de los culebrones.
La primera parte del largometraje, con esa presentación tan inteligente de los personajes, del espacio y del tiempo de la trama, así como del detonante de la historia, nos devuelve al mejor Fahradi. Ese urdidor de historias que es capaz de, con una delicadísima aproximación, enfrentarnos a los fantasmas más horrendos de cualquiera de nosotros. Los más cotidianos, los que tienen que ver con las puertas que dejamos abiertas, con las heridas no cicatrizadas, con los amores no resueltos. Esa espectacular presentación, que lamentablemente termina en una mezcla de thriller televisivo y folletín clásico, debe mucho a la fuerza de unos actores y unas actrices que hacen creíbles cada gesto, incluso aquellos que bordean lo exageradamente dramático. Hacía tiempo que no veía a un Javier Bardem tan preciso y emocionado, haciendo de un poco habitual en él hombre bueno y siendo capaz de transmitirnos justamente una ternura nada frecuente en los personajes que le han hecho triunfar. Hay en él varias miradas que justifican cualquier premio de intepretación. Pero, sin duda, las que se hacen dueñas de la función son unas actrices en estado de gracia que, eso sí, en una componenda muy patriarcal de la historia, parecen hechas para sufrir. Para ser en todo caso los apéndices de ellos que son los que protagonizan la acción, resuelven los entuertos, se mueven como pez en el agua en las contiendas de poder y ambición. A su lado, detrás, calladas en muchos casos, ellas como mujeres fieles, silenciosas, cuidadosas, esposas y madres, novias radiantes como la que interpreta una hermosísima Inma Cuesta, limitada a ser una especie de figura lorquiana en medio del bosque. Cómplices que parecen mujeres empoderadas pero que acaban perdiendo la palabra, a mitad de camino entre la vampiresa clásica y la mujer inteligente que no es comprendida por el resto (inquietante Bárbara Lennie). O calladas esposas y madres, que todo lo saben y todo lo callan, que aguantan y que sufren en silencio, que parecen resignadas a no tener otro papel en la vida que es el que les marca un hombre que incluso es más mediocre que ellas. Ahí está una inmensa Elvira Mínguez que, casi desaparcibida, nos da otra lección de lo que significa ser una magnífica actriz sin necesidad de estridencias.
Y Penélope, luego está Penélope Cruz, que, a pesar del despiste que a veces genera su cambiante acento, sufre como nadie y es capaz de convertirse en una madre desgarrada, en una mujer bamboleada - una bambola - entre dos hombres, en una prisionera de un destino frente al que poco ha podido hacer. Penélope Cruz demuestra con este papel que es mucho mejor actriz de lo que suelen decir quienes la envidian y deja claro que pocas como ella puede pasar del esplendor italiano del principio de la película a las ojeras dramáticas de la mitad. Su interpretación es física, carnal, desmesurada a veces, pero dota a su personaje - esa madre angustiada ante la desaparición de su hija - de una verdad que solo está en manos de las más grandes. Y eso Fahradi lo sabe y lo aprovecha con inteligencia.
Todos los saben, a pesar de las aguas que el guión hace en la segunda parte de la película, merece la pena verse no solo por las magníficas interpretaciones, por lo bien rodada que está, o por cómo saca lo mejor de unos y unas intérpretes que en otras manos podrían haber parecido caricaturas, sino por cómo Fahradi es capaz de adentrarse con sabiduría en las entrañas de un mundo rural, de las pasiones de un círculo familiar muy reconocible y en las coordenadas de una cultura, no sé si mediterránea, o española, o del Sur, en la que es habitual seguir sumando lazos de familia aunque con ellos sea imposible cortar la sangre que siguen supurando las heridas. Una cultura en la que, por supuesto, ellas parecen haber nacido para sufrir, para ser las madres dolorosas, las novias angelicales y las esposas calladas. Mientras que ellos, con frecuencia tan torpes y tan fracasados, continúan llevando las riendas de la función. Héroes que incluso alcanzan esa categoría gracias a la bondad con la que conjuran cualquier atisbo de reprobación.
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