“De todo lo que en esta
tierra tiene cuerpo y pensamiento, nosotras somos las más desdichadas”
Eurípides
De las múltiples lecturas que pueden hacerse del mito de
Medea, me quedo con la que, sin temor a ser exagerado, podría calificar de
feminista. Es esa, a mi entender, la que subyace en la versión que ha hecho
Vicente Molina Foix y que se ha estrenado estos días en el 61 Festival
de Teatro Clásico de Mérida. Basándose en Eurípides y Séneca, pero también en
la novela de Apolonio de Rodas y en los relatos de Ovidio, Molina Foix no solo
ha conseguido un texto diáfano y transparente, sino que también nos sitúa
frente al drama de una mujer que es a un tiempo el de tantas mujeres en siglos
de historia del patriarcado. Porque Medea es la mujer que, desde su papel de
esposa amante y madre ejemplar, se rebela contra un orden que la expulsa, que
la convierte en la “otra”, que le niega incluso el rol para el que se suponía
que había nacido. De esta manera, Medea es doblemente extranjera: no solo
porque se halla en una tierra que no es la suya sino también porque, tras la traición
de Jasón, pierde las raíces que le
otorgaban subjetividad. Como tantas y tantas mujeres, ella había carecido de
vida propia, porque la suya había sido vivir por y para los demás, amar,
reproducirse, criar y cuidar. La sumisa entregada a la pasión, esclava de los
mitos del amor romántico y heterodesignada. La ajustada al orden a costa de su
autonomía, la que se hallaba más cerca de la Naturaleza que de la Cultura, la
que no tenía ni voz ni palabra en la definición de las leyes.
La tragedia de Medea es que precisamente para romper con un
orden, el masculino, que la convertido en una marioneta, tiene que deshacerse
de lo único que le daba sentido como mujer. Debe dejar de ser la madre, la
paridora y la cuidadora, para así devolverle al hombre cruel la traición que le
ha roto el alma. De esta manera, la mujer se aferra al único espacio de
autonomía que paradójicamente le lleva a asesinar a los que por ella fueron
paridos. Ella dio la vida, ella la quita. Es el único reducto de libertad que
le queda cuando las normas hechas por los hombres le han dado la espalda. Esa
es la mayor subversión de Medea: provocar la muerte de lo más amado, de lo
engendrado, para así sentirse finalmente autónoma, aunque esa autonomía la
convierta en una apátrida. Patria,
patriarcado, padre. Ella se convierte en la madre y así, en esa equiparación
de amor y muerte, alcanzar un mínimo resquicio de autoestima.
La hechicera, la bruja, la que andaba con hierbas y hablaba
con los bosques, la que de esa manera
parecía desafiar un mundo de saberes y
ciencia exclusivo de los hombres, tiene que recurrir a ese cautiverio, que
diría Marcela Lagarde, para de esa forma, y aunque pueda parecer hasta
paradójico, liberarse. El coro de
mujeres la entiende, la corifea se muestra cómplice, la nodriza mira, apoya y
calla (adivinamos que en ella habitan mil heridas propias de la que un día se
entregó ciega y generosa). La sororidad femenina frente a la espada del varón.
También ese abrazo de las desposeídas está en la obra que ha dirigido José
Carlos Plaza.
Frente al héroe tradicional, frente al conquistador de
vellocinos de oro y tripulante de naves fantásticas – en la obra la floja
interpretación de Adolfo Fernández contribuye a que el personaje parezca
todavía más ridículo - , en esta historia la verdadera heroína es ella. Jasón
queda convertido en un fantoche de los hilos que él cree manejar pero que
finalmente se le escapan. Porque ella es la inteligente y la paciente, la
urdidora de tramas. La que de tanto ser concebida como bruja, y por tanto como
peligrosa, ha sabido hacer suyas las armas de quien controla los destinos
ajenos.
Ana Belén, que ya
había interpretado a las órdenes de Plaza mitos tan poderosos como Fedra
o Electra, asume el rol de Medea con la intensidad exigida a la tragedia que
nos cuenta. La
Belén hace aquí una interpretación propia de las esencias que uno detecta en la arena de Mérida (Xirgú, Espert). Las que suman actrices poderosas que, siendo incluso pequeñas de
cuerpo, se convierten en heroínas capaces de hacer suyo todo el escenario. Como
en los anteriores montajes de Plaza con ella, todo aquí parece estar al
servicio de esa rutilante seducción de la actriz madrileña. Desde el suntuoso
vestuario – obra impecable de Pedro Moreno – hasta la iluminación, pasando
incluso por el recurso “novedoso” al mapping, parece conjugarse con el objetivo
de hacernos ver la Medea/Belén como el eje trágico que nos interpela. Algo que
no en todos los momentos de la obra la intérprete consigue, tal vez porque se
deje llevar de un cierto hieratismo en la gesticulación y en las formas, cuando
para el gusto del que esto escribe la tragedia se hubiera subrayado mejor con
mayor contención.
A su lado, las actrices del reparto destacan sobre unos
compañeros masculinos que no pasan del aprobado. La nodriza de Consuelo
Trujillo es cercana, humanísima, generosa, dulce y empática. Es impensable no
sentirse seducidos por su voz de mujer sabia que ha tenido que callar más de lo
que habla. Ella, así, casi sin esfuerzo aparente, se convierte en muchas
escenas en la reina de la función. El resto de mujeres, encabezadas por la
corifea Olga Rodríguez, pisan fuerte, reclaman derechos, nos parecen más
inteligentes que los hombres tan enredados en sí mismos y en sus vanas
historias de poder y musculatura. En el doble juego de actuantes y personajes, ellas ganan sin duda la partida.
La Medea de Ana Belén, que es por supuesto también la de
Molina Foix y Plaza, nos deja al final con el sabor amargo que supone darse
cuenta de cómo las mujeres han sufrido, y siguen sufriendo, el dolor del puñal
masculino, la lenta agonía de quien no puede ser por sí mismo, la suma de discriminaciones
que las han hecho vulnerables. Medea es una más en las muchas que también han
tratado, a veces sin éxito, de subvertir el patriarcado. Una empresa en la que
todavía, y parece mentira, seguimos empeñados en pleno siglo XXI. “Voy a ser la mujer que no sufre más. Medea
será nuestro recuerdo de Medea”. Así cae el telón. Y en el cielo de Mérida
parecen mirarnos ojos, muchos ojos, miles, los de tantas mujeres que parecen
decir a coro esa sentencia rebelde y emancipadora. Contra el sufrimiento. Contra el patriarcado.
Mérida, 5 de julio de 2015
Fotografías: Pentación Espectáculos
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