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LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA

Non late guerra al maggio

"¿Creen que existe alguna diferencia entre la primavera de la naturaleza y la primavera en el hombre? Pero allí nos dirigimos, ensalzando a una y condenando a otra como impropia, avergonzados de que las leyes eternas nos lleven hacia ambas"
Edward Morgan Forster, Una habitación con vistas



Siempre que vuelvo a Florencia me siento un poco como la Lucy de la novela de Forster. Como si de repente redescubriera la vida en el bullicio de la Signoria y me sintiera empujado a vivirla con la misma pasión que escribo. Dejando atrás un largo invierno y reconciliándome con esa "primavera de los hombres" que no siempre asumimos de frente. Ese despertar es el que siempre encuentro en una de esas pinturas que, desde que la descubrí cuando apenas era un adolescente en mis clases de Historia del Arte, se ha convertido en una especie de talismán que me acompaña, como si hubiera una historia secreta entre los pinceles de Botticelli y mi  propia trayectoria personal. No hay para mí otra pintura que refleje mejor que ésta la magia de la Naturaleza, la armonía, el equilibrio y la pasión desbordante al mismo tiempo, la esperanza y la alegría. Y el deseo.  

En el cuadro de Botticelli está esa parte "oculta" del humanismo renacentista, o al menos no tan valorada como la que está presente en los discursos filosóficos y en las obras de arte más potentes, que tiene que ver con la conexión de la persona con la naturaleza, con la comunión laica con los dioses y las diosas, con la necesidad de la magia para seguir viviendo, con la valoración de esas pequeñas cosas que nos hacen felices y únicos. Lejos de la oscuridad de los dogmas y de los sermones de divinidades que castigan. La celebración pues de la vida, de la belleza, de la fugacidad también de ambas. 

Miro "La consagración de la primavera" e imagino que me pierdo entre las transparencias, los delicados pies y las flores. Como si fuera un pequeño animalillo, un insecto con alas, un duende quizás, que vive en ese bosque y que duerme cada noche en el regazo de Flora. Una de las polillas que imaginaba Virginia Woolf en busca siempre de la luz.

Más que al humanismo patriarcal y heroico me siento más cerca de este que representa la obra de Botticelli y él mismo, con su vida de masculinidad disidente. Un mundo mucho más femenino, de emociones y sutilezas, de caricias y ternuras. El cuidado. La naturaleza. La sostenibilidad de la vida y la alegría de vivir.

Vuelvo a la Galería de los Oficios y redescubro a Leonardo, a Rafael, a Miguel Ángel, a Caravaggio y, por supuesto, a Botticelli. Tantos artistas que no respondieron a las normas mayoritarias y que con sus mismas vidas ofrecen vías alternativas para la felicidad. Aunque muchas ocasiones no tuvieran más remedio que plegarse al poder y a las jerarquías. Me miro en ellos y me reconozco. Sus obras son vitamina que amortigua mis dudas, oxígeno para respirar en este mundo que a veces parece volver a la Edad Media.

Releo a Forster y redescubro su contemporaneidad. Lo imagino en charlas literarias, incluso feministas, con Virginia Woolf. Y me lo imagino sintiendo que en Italia podría encontrar el camino adecuado para su heterodoxia. Virginia que podría ser Flora. Una señora Dalloway paseando por el bosque. La habitación convertida en espacio sin puertas ni muros. El jardín del Edén donde los deseos no tienen cerraduras."El jardín del Eden - prosiguió el señor Emerson, todavía bajando , lo que usted sitúa en el pasado, está llegando. Llegaremos cuando dejemos de despreciar a nuestros cuerpos".


En Florencia, como la Lucy de Forster, encuentro siempre mi luz y mi sombra. El espacio que a veces divorcia mi mirada febril de la vida quieta. Ese que detecto bajos los pies de las gracias que bailan, de las diosas que se hacen humanas, de las mujeres que son protagonistas de la danza. Y así, comprobando una vez más que la estética es también una forma de ética, me fundo con la primavera. La de los hombres. Y renazco.

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