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DEL ORGULLO A LA IGUALDAD

Hace unas semanas a muchos nos sorprendió gratamente la noticia de que al fin nuestro país encabece un ranking positivo a nivel mundial. Me refiero al estudio realizado por el instituto de investigación social Pew Research Center, según el cual un 88% de los españoles cree que la homosexualidad debe ser aceptada por la sociedad. Este alto índice deja a nuestro país como el primero de los 39 que aparecen en el estudio, incrementando esta aceptación en seis puntos con respecto a los datos de 2007. Unos datos que, sin embargo, no impiden que me siga planteando hasta qué punto la diversidad afectiva y sexual es o no reconocida como una dimensión esencial de la ciudadanía y, por tanto, como una proyección necesaria de la igualdad. Unas dudas que se multiplican si me sitúo en la perspectiva de las mujeres lesbianas y a las que deberíamos intentar responder con las herramientas del feminismo, algo sin embargo poco habitual en buena parte de los colectivos LGTB, además de un enfoque poco visible en las jornadas reivindicativas como las del 28J que suelen tener finalmente el rostrón del varón, también gay, dominante.
La aceptación social que indica el estudio citado es sin duda el resultado de un largo proceso en el que, sobre todo en la última década, han sido especialmente incisivas las políticas públicas y en el que cabe destacar cómo el debate en torno al matrimonio igualitario ha contribuido a consolidar la aceptación de la diversidad afectiva y sexual. Y todo ello a pesar, o más bien yo diría gracias a, la insistencia de determinados sectores de nuestra sociedad – muy especialmente la jerarquía católica y sus acólitos neomachistas y homófobos-  en seguir condenando la homosexualidad como un acto contra natura. Porque creo que tanta insistencia en reivindicar la heteronormatividad ha ayudado, precisamente, a deslegitimar un discurso que en pleno siglo XXI ya no  se mantiene, por más que, no lo olvidemos, haya muchos países del mundo donde la diversidad sigue siendo castigada, en algunos casos incluso con la pena de muerte.
Soy de los que opinan que el proceso iniciado el siglo pasado en nombre de la igualdad de derechos es imparable. Costará más o menos tiempo y esfuerzo consolidar las conquistas, y habrá como ha solido pasar en otros procesos reivindicativos a lo largo de las historia, países en los que resulte más complejo y costoso. Pero la oleada transformadora continuará removiendo los obstáculos que el orden patriarcal, basado en una concepción binaria y jerarquía de las sexualidades, ha alzado durante siglos de hegemonía.

Eso sí, como todas las conquistas democráticas tampoco estas son irreversibles y, por lo tanto, es preciso no bajar la guardia y seguir batallando por la construcción de un modelo de convivencia en el que la igualdad sea entendida y garantizada como reconocimiento de las diferencias. Un reto enormemente complejo porque supone liquidar los esquemas simplistas del binarismo, además de implicar la pérdida de poder y legitimidad de los que durante tanto tiempo justificaron sus privilegios en nombre de la normalidad mayoritaria.
En el caso concreto de nuestro país, y a pesar de los indudables avances, sigo pensando que el lenguaje moral de nuestras leyes continúa en gran medida distante del dominante en la sociedad. Es decir, creo que hemos alcanzado un nivel aceptable en cuanto a la tolerancia de lo diverso, pero no hemos llegado al punto decisivo que sería la igualdad de derechos. El discurso de la tolerancia, terriblemente perverso, supone el reconocimiento de una posición mayoritaria y acertada –en este caso, la heterosexual– que graciosa y casi piadosamente admite y respeta la existencia de otras opciones que, por lo tanto, habrán de permanecer en el lugar subalterno que corresponde a las minorías. Late pues en él una concepción jerárquica que supone una negación de la auténtica igualdad. Si ésta fuera real y efectiva la tolerancia como tal no tendría ningún papel que desempeñar pues todos y todas estaríamos en el mismo nivel de reconocimiento social y político.
En este sentido me resulta especialmente llamativo cómo buena parte de las conquistas que el movimiento LGTB ha ido alcanzando se han hecho precisamente gracias a la asimilación en una cultura heteronormativa y no desde lo que habría supuesto la garantía de otras maneras de entender la afectividad, la sexualidad o los modelos de convivencia. El mismo debate en torno al matrimonio, que sin duda ha supuesto una conquista en la igualdad de derechos que cualquier demócrata debería aplaudir, es un claro ejemplo de cómo ha triunfado una visión asimilacionista del modelo ideal de convivencia que la sociedad hetero nos vende insistentemente como promesa de felicidad. Todo ello haciendo invisibles otras opciones posibles de entender los pactos de convivencia.
En este sentido, no es de extrañar que muchas de las voces más críticas con el matrimonio procedieran de colectivos de mujeres lesbianas, en cuanto que entendían que dicha institución reproducía un orden heteronormativo y patriarcal. Una crítica que, en gran medida, podríamos hacer extensiva a otras muchas estrategias de los colectivos LGTB en las que, en vez de combatirlos, se han reproducido los esquemas que mantienen una diferenciación jerárquica entre hombres y mujeres.
Todo ello no ha contribuido a darles voz y reconocimiento a unas mujeres que han de sumar a la discriminación que sufren por su sexo la que se les añade por su identidad sexual. De esta manera, se ha establecido una línea de continuidad con la invisibilidad de estas mujeres que ni siquiera, en este caso afortunadamente, existieron como sujetos activos en los momentos históricos en que las normas penales castigaban los actos contra natura.
Por lo tanto, uno de los principales focos de atención en las reivindicaciones que tienen que ver con la diversidad afectivo-sexual debería ser el relacionado con la discriminación "interseccional" que sufren las mujeres, las cuales acumulan causas y circunstancias que dificultan el ejercicio de sus derechos y que las mantienen en una posición subalterna con respecto a los varones. Es decir, en el caso de las mujeres son varias las causas de discriminación que se entrecruzan, que interseccionan entre ellas  y que contribuyen a mantener su subordinación. Una intersección que se hace especialmente evidente en las mujeres que no responden al patrón heterosexual que sigue dominando el orden jurídico y político.  Piénsese por ejemplo en todas las dificultades que a nivel legal siguen teniendo las parejas de mujeres que deciden ser madres.
Esta invisibilidad de las mujeres lesbianas, que en gran medida siguen no en el armario sino en la trastienda del espacio público y de las políticas de igualdad, nos sitúa frente a las raíces de la discriminación que todavía hoy, incluso en democracias avanzadas como la nuestra, siguen sufriendo muchas personas en razón de sus opciones afectivas y sexuales. Se trata de un elemento más que nos demuestra que la gran revolución radica en la erosión definitiva del orden cultural y político del patriarcado que es el que, durante siglos, ha mantenido a su vez la heterosexualidad como imperativo categórico y que, por tanto, ha consolidado la homofobia como frontera.
De ahí que sería necesario coser redes más estrechas entre las reivindicaciones feministas y las del colectivo LGTB, un propósito no siempre conseguido ya que, al contrario, desde ambas posiciones se han generado más dinámicas de lobbies enfrentados que de sujetos cooperantes en un mismo objetivo. Porque de lo que se trata es en profundizar en la garantía de la igualdad entendida al fin como tutela de las diversas maneras de entender la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad del individuo.
De ahí que en un plano jurídico el reto sea la eficaz garantía del derecho al libre desarrollo de la afectividad y la sexualidad, con todas las proyecciones que el mismo ha de tener en ámbitos tan importantes para el individuo como el Derecho de Familia. Un ámbito este que habría de revisarse teniendo como punto de partida la autonomía individual y la diversidad. Una tarea sin duda compleja para un territorio tan dado a los esquemas simplistas e interesadamente reductores del patriarcado. Y, a su vez, una tarea que en el caso de las mujeres lesbianas debe ser doblemente intensa ya que acumulan múltiples discriminaciones.
Por todo ello, en este junio de desfiles en carrozas y otras manifestaciones públicas que cada día me parecen menos necesarias y más discutibles, el reto no es tanto insistir en la reivindicación del orgullo sino precisamente hacerlo en la necesidad de que no sólo los ordenamientos jurídicos sino también el orden social y cultural reconozca y garantice la diversidad afectiva y sexual. Y con ella las diferentes maneras de entender la familia, la parentalidad y todas las consecuencias que derivan de cómo organizamos nuestros pactos de convivencia.
La reivindicación “orgullosa” fue sin duda necesaria en otros momentos históricos, y todavía hoy lo sigue siendo en muchos lugares del planeta,  pero me parece superflua en un país como el nuestro en el que el reto actual es superar la tolerancia y hacer firme como una roca la igualdad de reconocimiento.

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