Diario Córdoba, Lunes 6/6/2011
Siempre me he resistido a dar por buena la sentencia que adjudica al pueblo los políticos que se merece. No obstante, es cierto que en una democracia hay una estrecha conexión entre representados y representantes, si bien no me atrevería a decir qué lugar le corresponde al huevo y cuál a la gallina. No cabe duda de que nuestros gobernantes, con la ayuda de los medios de comunicación y de los múltiples mecanismos de que disponen para incidir en nuestras vidas, influyen de manera decisiva en nuestra socialización. Al mismo tiempo, solo los inocentes pueden ignorar que al poder, del tipo que sea, le interesa mucho más tener súbditos que ciudadanos. No he dejado de darle vueltas a estas ideas ante los comentarios que en estas semanas han puesto de manifiesto la gran sorpresa que han supuesto los resultados electorales y, muy especialmente, el éxito de Unión Cordobesa. Creo que la sorpresa se reduciría si recordáramos nuestra historia reciente y nos atreviéramos a hacer un ejercicio colectivo de autocrítica.
Nuestra memoria no debería ser tan frágil y deberíamos tener presente cómo los gobiernos de IU, muy especialmente los liderados por Rosa Aguilar, impusieron en nuestra ciudad un estilo populista de hacer política, basado en un liderazgo hiperpersonalista y en una concepción paternalista de la Administración. En vez de fomentar una ciudadanía reflexiva y crítica se optó por la complacencia y el acomodo, por la sonrisa vacía de contenido y por el aplauso de iniciativas que, salvo honrosas excepciones, tendían a la anestesia colectiva y a un estado reaccionario contradictorio con el carácter progresista y transformador que se le supone a una fuerza de izquierdas. En este sentido, se confundieron las raíces con la inmovilidad, el respeto de la tradición con el aplauso de lo vulgar y el movimiento de masas aparentemente felices con una más que dudosa experiencia de participación ciudadana. Todo parecía valer con tal de sumar abrazos y fotografías, claveles y votos. A ello habría que sumar las complicidades, más o menos confesas, de poderes económicos y religiosos que, como bien han demostrado los hechos, tanto mal le han hecho a la ciudad.
Si a ello unimos una cierta tendencia colectiva a dejarnos seducir por salvadores que a lo largo de las últimas décadas nos han adoctrinado desde los más diversos púlpitos, es más que evidente que teníamos abonado el terreno para el éxito de Rafael Gómez. Ha bastado que la crisis económica y la progresiva desconfianza en los partidos tradicionales hicieran brotar en el corazón de muchos electores la llama encendida por quien ha prometido empleo y progreso. Una promesa hecha además a pie de calle, sin las distancias de las maquinarias partidistas, jugando en el terreno físico y emocional de quienes en la actual situación son capaces de agarrarse a un clavo ardiendo.
Ante el actual panorama, más nos valdría a todos los que seguimos pensando que esta ciudad merece mejor suerte hacer un ejercicio de autocrítica y de depuración de responsabilidades. Un ejercicio que, además de una IU lastrada por el peso de la alcaldesa tránsfuga, debería hacer muy especialmente un PSOE que no ha sido capaz de ilusionar a un electorado sin norte. Es el momento no de lamentarnos de que Rafael Gómez esté en el Pleno, sino más bien de preguntarnos por qué el socialismo está condenado en Córdoba a unos horizontes tan limitados. Y es que sobra vanidad y complacencia, y faltan nuevos rostros y nuevas voces, una música distinta y un discurso acomodado a la realidad del siglo XXI. Y, sobre todo, es necesario que nuestros representantes empiecen a asumir que una democracia necesita para sobrevivir de ciudadanos virtuosos. La mejor garantía frente a mesías y corruptos. Una exigencia que difícilmente harán suya unos partidos sin democracia interna y excesivamente concentrados en mirarse el ombligo en vez de mirar a los ojos de la gente.
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