DIARIO CÓRDOBA, 20-6-2011
Los gestos de honestidad son tan infrecuentes en la vida pública que cuando se produce alguno debería ocupar todas las portadas, no solo para subrayar su excepcionalidad sino también por el efecto pedagógico que tendría entre la ciudadanía. La reciente dimisión de Juan Torres como delegado de la Junta ha sido excepcional no solo por lo que implica de gesto honesto --es decir, decente, justo, debido-- sino también porque ha sido de las pocas reacciones sensatas que en el socialismo cordobés se han producido tras el fracaso del 22-M.
Aunque a estas alturas no debería hacerlo, me sigue sorprendiendo que en el Comité Provincial de hace un par de domingos las voces críticas fueran escasas y tímidas en un partido que, al menos en Córdoba, lleva años mirándose el ombligo en vez de atreverse a mirar afuera del chiringuito. La pérdida de votos en la capital, y muy especialmente su desalojo de la Diputación, tradicional feudo de servidumbres e hipotecas, deberían haber sido motivo más que suficiente para que los actuales dirigentes asumieran su responsabilidad y, sobre todo, para que hubieran iniciado un debate interno. Sin embargo, parece que ha vuelto a dominar la soberbia, la cortedad de miras y, lo que es peor, el silencio cómplice de tantos y tantas que siendo críticos en la intimidad no se atreven a alzar la voz en público. Como quien calla otorga, estos y estas socialistas sumisos y sumisas son igualmente responsables de la pérdida de rumbo de un partido que necesita nuevas voces y nuevas palabras. Una actitud que cuesta trabajo entender, salvo en aquellos casos, lamentablemente tan frecuentes, de quienes necesitan del partido para sobrevivir o para mantener un estatus social que ni por trayectoria vital ni por recorrido profesional tendrían.
Lo expresó con rotundidad Juan Torres al explicar las razones de su dimisión. Su voz sin embargo ha clamado en el desierto hiriente del socialismo cordobés. De todos es sabido que, paradójicamente, partidos y democracia interna son términos incompatibles en la práctica. La disciplina y el pensamiento único mandan en unas maquinarias en las que poco o nada se valoran el pensamiento libre o la capacidad de reflexión. Que se lo digan a Juan Luis Rascón al que, en vez de convertirlo en referente del cambio, más de uno se ha quedado con ganas de abrirle un expediente por decir lo que piensa. Por ello tampoco es de extrañar que la ciudadanía, y muy especialmente aquella en la que late un corazón progresista, se rebele contra unos partidos que han generado unas dinámicas perversas que privilegian la sumisión frente a la valentía, el acomodo en lugar del debate, la oligarquía en vez del respeto interno de los derechos fundamentales.
Aunque cada vez me cuesta más encontrar argumentos para contradecir que todos los políticos son iguales, me gustaría pensar que aún existen hombres y mujeres que entienden la política como un servicio público, de carácter temporal y en el que priman los intereses generales sobre los particulares. El ejemplo de Juan Torres, y no el de aquellos y aquellas que esperan agazapados para obtener alguna ventaja del río revuelto, aunque solo sea un puesto en la lista de las europeas, me devuelve una cierta esperanza en que la balanza puede inclinarse a veces a favor de la lealtad a unos principios.
Me imagino que en estos días Juan Torres habrá sentido como si se quitara un peso de encima, por más que le cueste despegarse de una vida pública a la que se entregaba con pasión y sentido de la responsabilidad. Pero de algo sí que puedo estar seguro: Juan Torres no se avergonzará de mirar su rostro cada mañana en el espejo. Cosa que no pueden decir los y las que en el espejo no ven más allá de la sonrisa de su cartel electoral.
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