Tal vez no haya un actor español que encarne mejor la confusión, la fragilidad y la crisis que están viviendo muchos hombres de mediana edad que David Verdaguer. No había por tanto nadie mejor que él para protagonizar la última película de otro David, Trueba, que por primera vez adapta una de sus novelas al cine. Siempre es invierno, que comienza con los mimbres clásicos de una película romántica y a la que le cuesta despegar de ese terreno pegajoso, es, entre otras cosas, un retrato, no sé si consciente o no por parte de su creador, de un mundo, el masculino, que se ha desordenado para bien de las mujeres y en el que a nosotros, ahora, tanto nos cuesta ubicarnos. Entre otras cosas, porque están dejando de servirnos aprendizajes que heredamos y no hemos desarrollado las habilidades necesarias para relacionarnos en un siglo en el que, además, todo parece haberse vuelto más gaseoso que líquido.
El protagonista de la película, Miguel, es un arquitecto paisajista que asiste a un congreso en Lieja con su novia (una Amaia Salamanca que saca adelante como puede el personaje más inconsistente), sin saber que será justamente ahí donde ella le contará que ha vuelto con un antiguo amor. Esta ruptura, que se desarrolla de manera educada y hasta conversacional, como si el guion se lo hubiera soplado Woody Allen a Trueba, abrirá una grieta en Miguel que, tal vez, ya estaba abierta en él por otras razones. El encuentro con una mujer más de veinte años mayor que él, una maravillosa Isabelle Renauld, le servirá, de entrada, como tirita, pero también, cuando pasa el año en que se desarrolla la historia, como revulsivo para acabar con ese invierno en el que anda instalado.
Son muchos los planos que Trueba nos va abriendo de manera inteligente sobre algunas de las claves que nos definen en cuanto hombres y que a través de Miguel vemos que cobran vida, en ese complejo equilibrio en el que a veces se transita de la tristeza a un agudo sentido del humor. El hecho de que el protagonista sea arquitecto, por más que sea paisajista, y se mueva en un mundo tan de hombres, es perfecto para mostrarnos el papel de esas fratrías masculinas que compiten, se enfrentan y en el mejor de los casos se apoyan con vistas a mantenerse victoriosas en el espacio público y de reconocimiento que creen les corresponde casi por voluntad divina. En ese intento de ordenar y de dar sentido a un edificio, a un paisaje o un edificio late, en el fondo, esa potencia tan masculinizada vinculada a la creación y a la genialidad. La que tan visualmente representamos con nuestro estado de erección como forma suprema de sabernos en el mundo. No en vano, en una de las primeras escenas de la película, cuando Miguel y su novia despiertan juntos en la cama de un hotel, él levanta la sábana y hace una de esas bromas, tan de machotes, con el estado de su pene que ella no se debería perder. Lo más interesante de Siempre en invierno es que su protagonista no es un triunfador y anda como de prestado en un contexto de tanto brillo social, lo cual incide de manera decisiva en que ande siempre por el filo de un barranco, entre la angustia del que se sabe con vértigo y la cobardía del que no quiere traicionar el horizonte que dibujó para sí. Torpe en los escenarios masculinos, en el amor y en el baile. Mucho más en estos tiempos en los que todo parece a punto de rasgarse y en los que Miguel, a falta de genio cascarrabias, odia demasiadas cosas.
El otro eje clave de la película es que sea una mujer mayor que él, de 63 años, con toda una vida recorrida y en ese estado de autonomía al que llegan tantas mujeres cuando las años les permiten recuperar las riendas de su destino, la que genera en Miguel no solo una evidente atracción física sino que también le abre la puerta a, como mínimo, cuestionarse su lugar en el mundo. Vemos también como en este caso pesan mucho sobre él el sexismo y el edadismo que tenemos interiorizados, tal y como comprobamos en la conversación que tiene con su socio a través de una videollamada, pero en el momento crítico que está atravesando en su vida, tanto en lo personal como profesional, dicho encuentro será la llave que le permitirá de alguna manera soltar lastre. Afortunadamente el director no cae en el error de mostrarnos una mujer mayor estereotipada, aunque el personaje de Olga mantenga un cierto aire de misterio y romanticismo que acusa demasiadas lecturas y películas donde ellas solo existen para ser miradas, tal y como por cierto ella misma dice en la visita que con Miguel realizan a una exposición. Por el contrario, vemos a una mujer que, sin tratar de ocultar sus años con los disfraces que impone el patriarcado (y el capitalismo), pisa firme y no vive atrapada en la nostalgia del pasado. En este sentido, uno de los momentos más bellos de la película es la escena de sexo entre Miguel y Olga en la que, de manera muy natural, asistimos a una mezcla de torpeza, miedo y deseo, en una representación muy alejada de los tópicos que muy especialmente afectan a las mujeres que, llegadas a una cierta edad, pareciera que no son seres sexuales. En esa escena es evidente que no hay territorio donde mostremos mayor fragilidad que en el sexo, por más que los hombres nos empeñemos, virilidad mediante, en convertirlo en otro escenario de nuestras conquistas. La suma de la vulnerabilidad de uno y de otra, aunque por distintos motivos, da como resultado la belleza siempre titubeante de los deseos.
El paisaje de Lieja, ciudad en la que transcurre la primera parte de la película, contribuye a ese tono melancólico y tristón que la recorre, aunque, poco a poco, y sin que ello signifique un tránsito facilón hacia un final feliz, vemos cómo el foco se abre y el mismo Miguel va reconociendo ante el espejo que no hay más salida que tocar tierra y mirar hacia el futuro a ser posible sin la mochila de la genialidad. Esa que tanto nos acaba jodiendo a los hombres y que justo en estos momentos nos tiene muy desorientados ante realidades tan íntimas, y al mismo tiempo tan políticas, como el amor o el sexo. Un recorrido en el que las mujeres nos llevan ventaja, lo cual explica, entre otras cosas, que muchas de ellas empiecen a hartarse de ser las sostenedoras de los vínculos y las que finalmente realizan esa parte de trabajo que también conlleva el amor y del que nosotros solemos escaquearnos. Tal vez la más peligrosa deriva que detecto en el final de Siempre en invierno, y no adelanto el desenlace, que tanto me hace pensar en una Olga arquitecta de un mundo en el que nosotros, una y otra vez, nos regodeamos en nuestro interesado papel de niños que se resisten a crecer y que solo nos atrevemos a bailar, alcohol de por medio, en bodas en las que Battiato nos araña el corazón.
PUBLICADO en Quién teme a Thelma y Louise, Cordópolis:

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