La opción de la creadora de otra serie indispensable, Vida perfecta, ante una cuestión que en los últimos años ha abierto debates y tensiones hasta hace nada en las afueras – los relativos a la autonomía sexual de las mujeres, el consentimiento y las violencias machistas - , y muy singularmente en el contexto de las personas menores de edad, ha sido no pontificar desde una atalaya feminista sino, por el contrario, asumir la complejidad y los claroscuros. Empezando por el personaje que ella misma interpreta, Leticia Dolera nos sitúa ante el espejo y eso hace que empaticemos muy especialmente con la extrema vulnerabilidad que supone enfrentarnos a realidades que generan daños y heridas. Una fragilidad que se vuelve más dolorosa cuando como padres y madres chocamos con nuestras propias contradicciones y carencias en los procesos de educación de nuestros hijos e hijas.
Con la ayuda impagable de unos actores y unas actrices jovencísimos que dan cuerpo y verdad a sus personajes, y cuyos rostros no dejan de habitarte cuando terminas el último capítulo, Dolera acierta también al presentarnos a unos casi adolescentes que, a diferencia de cómo los percibimos habitualmente, son seres con deseos y expectativas, con malestares y preguntas, a los que me temo que no escuchamos lo suficiente y convertimos con frecuencia en diana de las imperfecciones que como adultos alimentamos. De ahí la necesidad, urgencia diría yo, de pensarlos y leerlos como seres sexuales, que exploran y se equivocan, que irremediablemente caminan por ese hilo finísimo del placer/peligro que representa el sexo (y también el amor), procesos todos ellos que deberían formar parte central de una educación que, más allá de los colegios, continúa esquivando los cuerpos, las emociones y las herramientas de comunicación de las nuevas generaciones.
A lo largo de los seis capítulos de la serie, han sido muchos los momentos que han llegado a emocionarme, pero es sobre todo el último el que me dejó absolutamente desgarrado, entre otras cosas porque en él se nos muestran todas las oportunidades que abre la justicia restaurativa para abordar los conflictos, muy especialmente cuando son menores de edad los implicados. Una respuesta que debería ser la más contundente frente a la deriva punitivista que, también en ocasiones alimentada por el feminismo más institucional, no aborda la raíz de los problemas y revictimiza a los sujetos de por vida, además de dejar dañada para siempre a la comunidad que también es parte del conflicto. Porque, muy especialmente cuando estamos ante menores de edad, no deberíamos olvidar que ellos y ellas son reflejo de nuestras propias debilidades, vicios y virtudes. De lo que nosotros y nosotros, mayores de edad, ciudadanos y ciudadanas, hemos construido como mundo hoy por hoy cada vez menos habitable. De ahí que Pubertat acabe siendo también un magnífico retrato del mal momento en que nos encontramos unos adultos que, mucho me temo, ni amamos bien ni tampoco follamos de la manera más gozosa posible. Tal vez por ello la serie de mi querida y admirada Leticia Dolera me ha dolido tanto. Porque me ha atravesado como individuo en proceso de dejar de ser “un hombre de verdad”, como padre imperfecto, como educador muy desubicado y que no escucha los malestares de su alumnado, como ciudadano que, con frecuencia, se mira en exceso el ombligo y no piensa en lo común. Ojalá esta serie que, insisto, no pretende adoctrinar ni sentar cátedra, se cuele por muchas puertas de familias y escuelas y abra las ventanas a verbos como dudar, conversar y restaurar. Una trama de acciones que deberían llevarnos a un territorio más parecido a lo que democráticamente podemos entender como felicidad.
PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO
https://www.publico.es/opinion/columnas/pubertat-dudar-conversar-restaurar.html


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