Es una obviedad reconocer que cualquier creador o creadora, faltaría más, es libre de contarnos la vida, siempre en ese nebuloso equilibrio entre realidad y ficción, desde la posición personal que elija. Una posición que, y aquí va otra obviedad, siempre es política, como lo es la mirada del espectador o espectadora que contempla su obra desde su cuerpo, su historia y convicciones. En consecuencia, no se trata de que hoy, como he leído recientemente, abunden los análisis de las películas desde una perspectiva que algunos no consideran cinematográfica sino ideológica. Lo que ocurre es que, al fin, poco a poco, empezamos a usar otras lentes y empiezan a pronunciarse otras voces distintas a las que dominaron durante décadas el relato. Vean el documental sobre Carlos Boyero como nítido y maravilloso ejemplo del fin de una época y el inicio de otra que, como mínimo, y no es poco, es más plural, polisémica y compleja. Tres adjetivos que siempre le han venido muy bien al arte.
El problema de la última película de Carlos Vermut, que tiene méritos cinematográficos indiscutibles – de hecho, me parece que es su obra más asequible, menos encerrada en sí misma -, es cómo están perfilados los personajes principales y de qué manera se enfoca una realidad, que tiene que ver con una de esos excesos intolerables que derivan de la masculinidad patriarcal, sin que en esa mirada haya una propuesta alternativa, sino más bien una confirmación perversa del orden establecido. Lo cual, lógicamente, es otra opción del creador o la creadora: lanzarnos un relato que subvierta lo dado o, por el contrario, engatusarnos con un cuento que nos impida escapar de la jaula. Y ésta última es la sensación con la que siempre salgo de las películas de Vermut, en las que nunca encuentro vías para romper con las monstruosidades, las violencias y las asimetrías de poder. Un triángulo mortal que sufren especialmente las mujeres, pero también los y las menores de edad, que siempre en su cine parecen condenadas a repetir los modelos heredados y no salirse del carril. Las bellas, las sufridoras, las disponibles, las cuidadoras. O esos seres tan accesorios y casi bobos, la vecina de toda la vida. En este caso, el personaje que interpreta Zoe Stein es la máxima representación de cómo parece no haber salida para las que fueron educadas en la fuerza sanadora del amor romántico. Todo eso mientras que el personaje masculino, interpretado de manera inquietante y profunda por un estupendo Nacho Sánchez, campa a sus anchas y no recibe ni siquiera una mínima indicación sobre cómo abordar su infierno. Mantícora opta por casi reducirlo a una especie de víctima de sí mismo, casi un mártir – el final es el propio de un mártir - al que pareciera que no le queda más remedio que convivir con sus fantasmas. De hecho, el rostro de Sánchez me recordaba al de alguno de los santos que veía en hornacinas en la iglesia de mi pueblo. Tampoco le habría sentado mal una sotana. El círculo de la masculinidad sagrada se cierra.
He de confesar que salí del cine no perturbado, ni inquietado, sino más bien cabreado. Por la mirada tan perversa con la que me habían contado la historia de un tipo que no necesita una bella cuidadora a su lado, sino más bien un tratamiento profesional, o como mínimo una larga conversación capaz de hacerle vomitar lo que le corroe por dentro. De la misma manera que ella, tan andrógina, tan niña en el fondo y y tan niño en apariencia, pide a gritos salir de Madrid y empezar a ser ella misma. Yo, que pensé que iba a enfrentarme a una película desoladora sobre la pedofilia, me encontré con una versión supuestamente “moderna” de La Bella y el Bestia, alabada por las tribus más guais del mundillo cultural. Con moraleja hecha a medida de quienes parecen optar porque todo siga igual. Nada que ver, por cierto, con el dolor y la turbación que me produjo la magnífica El club, de Pablo Larraín. Esta sí un retrato demoledor de los infiernos que genera la masculinidad, nada complaciente ni con el pasado ni con el presente. Construida desde la rabia y la indignación. El valor político de la rabia y la indignación.
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