Ayer fue un día raro, de esos en que parece que tienes un mano apretándote fuerte las vísceras, como si una mano negra y enorme encontrara gusto en retorcerlas. Anna, Olivia, Rocío, … Las sirenas se escapaban de las redes sociales y llegaban a mí con el nombre de tantas mujeres dolientes. Mi corazón de hombre, que todavía alberga, con más frecuencia de la que yo quisiera, un machito que es parte de la masculinidad dominante y depredadora se sintió todo el día como si estuviera desprendido del pecho y no encontrara un lugar donde acomodarse. Un rincón de la casa en el que entrara un poquito de luz y de aire por las ventanas. Donde apaciguar la ira y reconciliarse con un principio, la esperanza, que María Zambrano convirtió en vitamina de su razón poética. Un día raro, especial, para volver a un concierto, al ruedo de la música en directo, después de tantos meses de sentirme un ave enjaulada. Incluso llegué a sentir una punzada de culpa que me reclamaba vivir el duelo en lugar de bailar sentado, por más que bailar sentados no sea bailar. Pero luego pensé que tal vez no había mejor manera de plantarle la cara a la amargura que formar parte de esa especie de ceremonia laica, de ritual colectivo en el que unos cuantos cientos de seres frágiles y necesitados de cariño comulgamos, sepultada la ira, con la belleza posible. La que brota de la cultura que nos salva y que nos pone delante del espejo, junto al otro en lugar de frente a él. La cultura como espacio cívico que suma voluntades y siempre nos obliga a mirar hacia el futuro. La que ayer pude palpar en cada una de las flores que, como en un cuento de hadas, de hadas traviesas y feministas, brotaban del micrófono desde el que Rozalén nos abrazó.
No es la primera vez que disfrutaba de la nieta de María de los Ángeles en un concierto. El primero fue, hace ya más años de lo que yo creía, en una pequeña sala cordobesa, cuando ella estaba muy lejos del Goya y de los himnos. Anoche, cuando llenó el espacio en el que tanta gente nos falta, cuando hizo que del ruedo en lugar de sangre brotaran árboles, me di cuenta de que no solo ella ha ido creciendo hasta convertirse en la estrella que hoy es, sino que yo también, con la banda sonora de sus refranes a medias, he ido quitándome máscaras en este tiempo. Hasta quedarme en esta especie de desnudez en la que cada día me avergüenzo menos de mi humana vulnerabilidad. Supongo que en esta suerte de pacto no escrito entre ella y yo, que imagino que es también el de tantos y de tantas que corean entregados sus canciones, reside la emoción auténtica que Rozalén es capaz de dejarme, como el adolescente que deja una nota de amor a escondidas, en los pliegues de mi imperfecta anatomía. Por eso me resulta inevitable sentir que cuando su voz se quiebra, y mira al cielo, también la mía lo hace, o que cuando baila como si estuviera en la boda de la mejor amiga de su pueblo, mis pies no puedan sino seguirla por esos senderos que son como serpientes.
Rozalén nos cantó ayer su árbol y su bosque, es decir, nos llevó por esos territorios que, en tiempos de pandemia, nos han colocado a todas y a todos en el precipicio, con la piel más fina que nunca, obligados a buscar respuestas que solo están en nuestro interior. Una tarea a veces penosa, pero también provocadora como un viaje, a la que la hija del cura nos lleva con el tacto de una cuidadora experta, como una de esas mujeres de siempre acostumbradas a poner bien las vendas, a quitarle los bichitos a las lentejas o a pasarle una receta a la vecina. Las contadoras de historias, las brujas, las que acogen niños, las que se ponen el mundo por montera y aprenden a decir que no. Las que reclaman que las quieran enteras, que las amen menos pero bien, para que así no sea necesario dibujar puertas imaginarias por donde escapar del infierno.
Lo mejor del concierto de Rozalén, que anoche me hizo bailar más con los ojos que con los pies, es que es una rendija abierta, una fractura en medio de lodo, un milagro que, como en las aguas del Nilo al abrirse, permite que atravieses la espesura del bosque y te encuentres, a fin, en una fiesta llena de cuerpos vivientes. Imperfectos, de todas las edades, con arrugas y con la piel marcada por tatuajes. O sea, vivos. Por arte no de magia, sino del trabajo bien hecho, de la pasión encarnada y de la potencia de un grupo de músicos que son al mismo tiempo hilos y tejedores del tapiz, María consigue que, pese a las distancias, pese a las mascarillas, pese a los vigilantes que nos controlan como si habitáramos un relato de Atwood, todas y todos seamos parte de esa celebración. Que veamos al fin el mar en el trigal y que salgamos a la calle convencidos de que llegado el momento de nuestra muerte queremos que se abran las puertas de nuestras casas para que entre un grupo de mariachis, una banda de música o, mejor aún, un ángel como Beatriz para que enseñe a los dolientes lo importante que es traducir para convivir.
María de los Ángeles Rozalén Ortuño llegó a este 12 de junio tan especial para ella, y para todos, subida en un escenario cordobés. Desafiando a los califas como la antítesis que ella es de la espada y el capote. Celebramos con ella un cumpleaños en el que imagino que la autora de Berlín, esa canción que es parte de la banda sonora de mis diarios, sentirá que pesan más las burbujas del champán que vuelan hacia lo alto que la tristeza que nos arrastra de los pies hacia el fondo. Donde residen los monstruos. Anoche, cuando dieron las doce, y como si estuviéramos reinventando la canción de Sabina, todas y todos cumplimos años con ella. Y nos abrazamos. Y un hilo invisible fue hilvanando el camino que une los relatos de la abuela que no está con los sueños de una niña que ojalá nunca esté condenada a ser sirena.
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