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YO TAMBIÉN SOY EZE: ¿A quién te llevarías a una lista desierta?

He de confesar que, aunque su durante su primera parte, la última película de Jota Linares, del que ya intuí una mirada singular en Animales sin collar,  me dejó indiferente e incluso llegó a aburrirme, la historia me tocó el corazón cuando en su segunda mitad se desbordan las mentiras, las medias verdades y las tensiones entre los cuatro protagonistas. Aunque se haya dicho con insistencia que la película es un retrato generacional, que también lo es, no creo que esa sea su dimensión más lograda. Es cierto que los dos chicos y las dos chicas protagonistas podrían ser una especie de "anti-Elite" unos cuantos años después, y que en sus frustraciones, miedos e inseguridades detectamos los de  una generación que en este país parece condenada a la precariedad, pero no es esa parte del relato la que a mí me llegó más hondo. Fue el cruce de sentimientos enterrados, de pieles puestas por escrito, de pañuelos que marcan el territorio y de lágrimas en los rostros, lo que a mí me conmovió. A pesar, incluso, del lastre que la película tiene de su origen teatral y de lo poco naturales que puedan resultar algunas palabras en boca de unos jóvenes que en vez de buscar su futuro parecen no hacer otra cosa que huir hacia adelante.

El verdadero drama de la que insistentemente se ha dicho que es la generación mejor preparada de este país reside en que eso es también una media verdad y que, en todo caso, ese aparente producto no encuentra un mercado hecho a su medida. En el camino, los talentos engordados, las expectativas multiplicadas y una sensación engañosa de que el presente puede alargarse eternamente, como si la adolescencia fuera un juego continuo y la juventud un pasaporte que cada cual sella cuando quiere. No es que la fiesta se haya acabado, es que la fiesta nunca empezó. Es que en realidad todo fue, y es, como la escena inicial de La gran belleza de Sorrentino: nada que envidiar a la verbena que en mi pueblo me liberaba de un incierto porvenir.

Esas angustias están en los cuatro protagonistas de ¿A quién te llevarías a una isla desierta?, aunque trazadas sin la hondura que nos permitiría sentir más de cerca lo que viven y sienten esos jóvenes desnortados. Donde realmente la historia nos sacude es cuando explotan las emociones calladas y los silencios se vuelven gritos. Y ahí sí que no encontramos ya un retrato generacional sino más bien la demostración evidente de que, pese a los espejismos de igualdad, seguimos reproduciendo similares esquemas cuando se trata de amores y cuerpos, de afectos y pieles.  Seguimos siendo perpetuos adolescentes, inseguros y amaestrados seres que solo piensan en binario, más precarios en lo emocional que en lo material. 

Justamente por eso yo me he reconocido en Ezequiel, el Eze que interpreta Pol Monen con una contención en la que yo mismo, otro estreñido emocional, me he visto reflejado. Lo que viven Eze y Marcos (un cada vez más sólido Jaime Lorente, un animal que se come la pantalla) es la muestra evidente de que no solo ellos, ni siquiera los hombres de su generación, hemos logrado superar nuestra incapacidad para los abrazos. Seguimos pues armarizados y confundidos. Solos e infelices. Incapaces de hacer que los demás sean parte de nuestra fiebre, porque el problema en nuestra propia incapacidad para gestionar lo que nos bulle por dentro. Y eso, irremediablemente, nos conduce a la sonora soledad del que huye, a la ira soterrada del que aguanta, a la masturbación encadenada del que no se atreve.

Por eso no es de extrañar que ellas, las chicas de la película, Celeste y Marta (unas convincentes Andrea Ros y María Pedraza), sean capaces de construirse un futuro que se acerca bastante, aún en su precariedad, al que soñaron. Tal vez ellas, mucho más poderosas y armadas de razones y emociones, se atrevieron a asumirse con sus fragilidades y, en consecuencia, alcanzaron un espacio modesto, pero confortable, en el que ser ellas mismas. Algo que, me temo, ni Eze ni Marcos llegarán a conseguir. Tan cobardes, tan niños, tan solos. Siempre habitantes de una isla en la que apenas cabe algo más que su mal digerida fragilidad.



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