Es muy habitual que los productos
audiovisuales nos muestren a los adolescentes como seres desnortados y desde
una mirada entre paternalista y complaciente. En los últimos años han
proliferado las series de televisión y las películas en las que, sin apenas
matices, nos los muestran entregados sin mesura a mil placeres (sobre todos
sexuales) y como fieles reproductores de estereotipos que algunos creíamos
superados. Sirvan como ejemplo las adaptaciones cinematográficas de las
novelitas de Federico Moccia o la más reciente y exitosa serie española Élite, un buen ejemplo de artefacto bien
manufacturado y perversamente atractivo. Justamente por ello, me ha sorprendido
gratamente una serie emitida en la plataforma Netflix y cuyo título, Sex education, es ya toda una
declaración de intenciones.
La serie, en la que vemos a
chicos y a chicas jóvenes que no se comportan como si fueran adultos en
miniatura ni como seres de infancias alargadas, tiene el gran mérito de, con un
guion impecable y un humor inteligente, hacer una radiografía de las nuevas
generaciones y, de paso, de nosotros mismos. Poniendo el foco en las relaciones
afectivas y sexuales, y con ellas también en la búsqueda de identidad en unas
edades plagadas de dilemas, Sex education
tiene la valentía de hacer visible lo que en gran medida sigue siendo
invisible. Es decir, aquello de lo que no sea habla, o se habla lo mínimo, y
que no forma parte todavía hoy del currículo educativo de unos chicos y de unas
chicas que se están maleducando en los vicios del amor romántico y en los
excesos machistas del porno. La serie de Netflix nos plantea cómo también la
educación sexual y afectiva debería ser parte de la educación para la
ciudadanía. Entre otras cosas, porque en ella está una de las claves para
superar esas relaciones tóxicas en las que los más jovencitos continúan
enganchados: el amor es un candado y el dominio nos erotiza (sobre todo, a
nosotros, es decir, a los tíos). Dos ejes sobre los que en pleno siglo XXI se
sigue sustentando una cultura machista en la que lo personal tiene una
dimensión política.
No se trata, como a veces señalan
algunas voces críticas, de abrazar una especie de cruzada puritana y moralista.
Al contrario, y como bien nos muestra Sex
education, que no renuncia a plantear cuestiones como el aborto o la
homofobia, hablamos de vivir la alegría de los cuerpos con empatía y con
responsabilidad, desde el reconocimiento del otro y de la otra, sin prejuicios
castradores y con la sensatez suficiente para que nada ni nadie nos agüe la
fiesta. Se trata de conocer al máximo nuestras pieles y potencialidades, de
asumir con ánimo positivo nuestras contradicciones y dudas, de entender al fin
que el sexo es una conversación y no una competición. Una conversación que
lógicamente es imposible si una de las partes asume las riendas y niega la voz
de la otra, lo cual es muy habitual, sin ir más lejos, en el porno que chicos y
chicas ven en su móvil o en su tableta. El que alimenta manadas e incluso la
cultura de la violación, el que insiste en presentarnos a las mujeres como
seres permanente y absolutamente disponibles.
No creo que la mejor manera de
luchar contra el machismo y la violencia tan presentes en los imaginarios
colectivos sea prohibir o censurar determinados productos. Al contrario,
tenemos que levantar el velo que sigue ocultando nuestros deseos, generas
espacios de comodidad y (re)educarnos todas y todos en la maravillosa
pluralidad de nuestros cuerpos y deseos. Felices todas y todas de disfrutar de
unos cuerpos que, como bien dijo Eduardo Galeano, no son ni una mercancía ni un
pecado, sino más bien una fiesta en la que nadie debería quedarse sin bailar.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE ABRIL DE 2019 DE LA REVISTA GQ.
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