Una de las estrategias clásicas del patriarcado es cuestionar la palabra y, con ella, la autoridad de las mujeres. Resulta muy fácil, desde la perspectiva androcéntrica que controla (o pretende hacerlo) el mundo, echar por tierra el testimonio de ellas, por más que tengan a sus espaldas una formación, una trayectoria profesional o una inteligencia que las avale. De esta manera, es más fácil que la etiqueta de la verdad caiga del lado de los hombres, tal y como nos demuestra, sin ir más lejos, la larga historia de una Justicia en la que el testimonio de las mujeres siempre ha valido menos que el nuestro.
Todavía hoy, y a ejemplos muy cercanos nos podemos remitir, es menor la credibilidad de las mujeres, a las que en muchos casos hay jueces que parecen considerarlas como responsables de los delitos que sufren. Algo sobre lo que por cierto nos ilustra de manera prodigiosa Margaret Atwood en su más que recomendable Alias Grace. Partiendo de estos presupuestos, que siguen dotando de contenido a una cultura masculina de la que nos nutrimos profesores, opinadores y ciudadanos en general, es fácil detectar todavía hoy cómo las opiniones o los juicios de las mujeres, por más que incluso ostenten cierto poder, son sometidos a un escrutinio más severo y, en muchos casos, rebatidos sin la más mínima argumentación. Una sola frase contundente puede servir para dejar sin aliento lo que una ciudadana ha querido hacer público. Es muy habitual que haya un varón dispuesto a enmendarle la plana, incluso aunque carezca del bagaje profesional o intelectual que le permitiría situarse a la misma altura. No importa: ser hombre acredita de por sí un estatus de privilegio y de prestigio. En la balanza de los discursos, el suyo tiende a pesar más. Y sé bien de lo que hablo porque soy hombre y, por tanto, formo parte de la mitad privilegiada. Un estatuto, por cierto, que deberíamos empezar a cuestionarnos si de verdad creemos en la igualdad.
Hace apenas una semana se cuestionó a Carmen Calvo, la vicepresidenta del Gobierno, cuando dijo que la Constitución española no reconoce la igualdad entre hombres y mujeres. Es evidente que el hecho de que dicha sentencia fuera pronunciada por una mujer que, antes que política, ha sido y es profesora de Derecho Constitucional, no añade nada al cuestionamiento de la verdad. Pero en diversos foros pareció claro que Carmen Calvo había mentido al comentar ante un auditorio más amplio lo que lleva años explicando en la Facultad de Derecho de Córdoba.
No estaría mal repasar, por ejemplo, algunos de los trabajos que desde hace décadas han hecho las profesoras que integran la Red Feminista de Derecho Constitucional para constatar cómo justamente uno de los déficits de la Constitución de 1978 es la ausencia de las mujeres en cuanto ciudadanas y sí, el no reconocimiento de la igualdad de mujeres y hombres. La Constitución española lo único que hace es incorporar el principio de igualdad formal y de no discriminación (en el artículo 14), así como la igualdad material en el 9.2, pero no contiene de manera expresa un principio que, a mi parecer, debería ser estructural en una democracia: el de la igualdad plena de las dos mitades que componen la ciudadanía. O, lo que es lo mismo, el principio de paridad como fundamento no solo de la parte orgánica o institucional de la Constitución, sino también de todo el catálogo de derechos fundamentales.
A diferencia de lo ocurrido en otros países de nuestro entorno, en los que sus textos constitucionales han sufrido reformas en las últimas décadas con el objetivo de incorporar justamente ese principio, el nuestro continúa lastrado por una mirada androcéntrica, tanto en el lenguaje como en el fondo. Recordemos que las mujeres solo están en la Constitución como esposas (art. 32) y como madres (art. 39), además de como sujetos expresamente discriminados en el acceso a la Jefatura del Estado. De hecho, hasta el año 2007 nuestro ordenamiento careció de una ley en la que expresamente se reconociera que “las mujeres y los hombres son iguales en dignidad humana, e iguales en derechos y deberes” (art. 1 LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres). Un principio que, como bien nos recordó Carmen Calvo, no está en la Constitución y que va más allá de la tutela antidiscriminatoria, que sí que por supuesto está en el texto de 1978, y que tiene que ver con el estatuto de ciudadanía.
Recordemos, en este sentido, cómo el Tribunal Constitucional tuvo que resolver en 2008 el recurso planteado por el PP contra la obligación de que las listas electorales tuvieran una representación equilibrada de ambos sexos. Un recurso al que el TC tuvo que responder haciendo malabarismos interpretativos con los artículos 14 y 9.2, a falta de un artículo constitucional en el que de manera rotunda se afirmara la igualdad de género y, con ella, la de acceso a los cargos públicos representativos.
De ahí que la necesaria reforma constitucional sobre la que llevamos hablando tantos años las y los constitucionalistas debería tener como uno de sus objetivos prioritarios la incorporación principal y transversal de la perspectiva de género, así como la proclamación de la paridad como uno de los principios estructurales del Estado social y democrático de Derecho. Así se analiza con todo lujo de detalles en el reciente volumen colectivo que, coordinado por la catedrática Yolanda Gómez, se ha publicado con el título de Estudios sobre la reforma de la Constitución española de 1978 en su cuarenta aniversario.
Por lo tanto, no seré yo quien cuestione las posibles chapuzas que este gobierno se ha visto obligado a realizar en una coyuntura parlamentaria ciertamente endiablada, como tampoco me atrevería a justificar del todo los desvíos procedimentales que se han tratado de compensar en función de los fines perseguidos, pero sí que me irrita especialmente que todo lo que tiene que ver con el lugar de las mujeres en la sociedad sea sometido a un escrutinio no solo más severo sino también en muchos casos carente de fundamento. Sobre todo porque, como ocurre en el artículo comentado, una simple frase podría dar lugar a desmontar lo que constituye buena parte del aliento ético de un gobierno que ha hecho de la igualdad de género uno de sus ejes principales. Además de, por supuesto, desprestigiar a una mujer que ocupa un cargo público y a la que resulta muy fácil acusarla de mentir.
Publicado en Blog Mujeres EL PAÍS, 14 de marzo de 2019:
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