Dice el artista británico Grayson Perry, en su magnífico
libro La caída del hombre, que los hombres
somos estreñidos emocionales. Es decir, somos incapaces de gestionar nuestras
emociones, mucho menos de expresarlas y, sobre todo, de digerirlas adecuadamente.
Ello se traduce con frecuencia en egos omnipotentes, en frustraciones varias y,
sobre todo, en una manifiesta incapacidad para mantener relaciones saludables
con los demás. Todo ello sostenido por un pacto social en el que tradicionalmente
las mujeres han sido nuestras cuidadoras, lo cual nos ha permitido a nosotros
ser independientes y, por supuesto, centrarnos en nuestra supuesta genialidad y
en los círculos viciosos que, sin ser conscientes del todo, nos enredan en esa
negación casi permanente de nuestra vulnerabilidad.
Dolor y gloria, la última película de Pedro Almodóvar,
es un buen retrato de esa masculinidad herida que se resiste a asumirse como
fallida y que vive atrapada en los infiernos que derivan de nuestra torpeza
para tejer redes de afectos, abrazos que no sean rotos y leyes que busquen algo
más que la satisfacción de nuestros deseos. El director del que siempre se ha
subrayado su capacidad para crear personajes femeninos, los cuales sin embargo
no hacen sino reproducir lo que Marcela Lagarde denomina cautiverios de las
mujeres, se centra en sí mismo – aunque tal vez es lo único que ha hecho a lo
largo de su carrera - y hace una
película sobre el dolor, su dolor, cuyo principal defecto es que no conmueve. Que
no traspasa la perfección estética de sus imágenes, ni la barrera de unos
diálogos a veces brillantes pero otras al borde del ridículo que genera lo artificioso.
Como suele ser habitual en su cine, incluso en aquellos casos en los que ellas
son las protagonistas absolutas, las mujeres no son más que satélites de los
hombres, apéndice cuidadores y, en fin, las sostenedoras de unos tipos que son,
incluso cuando no aparecen, la columna vertebral del relato.
Dolor y gloria es el retrato de un (supuesto) genio
que, como tanto otros a lo largo de la historia, es prisionero de un fracaso
personal del que es el único responsable. Un hombre, como tantos, criado con un
padre ausente y una madre omnipresente, marcado por una mala educación y por un
éxito en el que parecen cotizar más los cuadros que cuelgan de las paredes que
los vínculos afectivos. Un material que podría haberle servido al manchego para
mostrarnos la historia de muchos de nosotros pero que no pasa de las fronteras
limitadas de su propio yo. No seré yo quien discuta los aciertos estéticos de
la película, sobre todo en los momentos que tienen que ver con la infancia del
protagonista, ni la hondura de Asier Etxeandía y Julieta Serrano, ni la belleza del reencuentro con el personaje que hace Leonardo Sbaraglia, ni siquiera la ajustada
interpretación de un Antonio Banderas que siempre me gustó más como persona que
como actor. Pero el resultado está lejos de removerme por dentro e incluso me
aburre, tal vez porque hace tiempo que dejé de reconocerme en el universo de un
director que parece desconocer que el origen de sus dolores quizás esté en su misma
negación de los otros. Y que tal vez por eso, justamente por eso, siente la
necesidad de hacer películas, con tal de verse liberado en sus personajes mejor
que enfrentado a sus propias miserias en el espejo de su cuarto de baño.
Los dolores de Almodóvar, que se traducen en lo físico pero
que tienen raíces emocionales, no son sino el resultado de quien vive en una jaula,
esa jaula de la virilidad de la que ni siquiera un individuo tan aparentemente
rompedor como el director de La ley del
deseo ha sabido escapar. Lo cual explica a la perfección su mirada entre
paternalista y misógina sobre las mujeres, y no digamos su incapacidad para conmover
a quienes sin éxito nos hemos buscado en sus relatos. Además de, por supuesto, la gloria quebradiza
de quienes como él no se atreven a asumir que la precariedad es la que da
sentido pleno a nuestra humanidad. Una fragilidad no asumida que lleva a
algunos a reaccionar con ira, mientras que otros se recrean en powerpoints en
los que no detectan sus agujeros negros.
Puede que algunos vean en esta película la ruptura
final del estreñimiento mediante este ejercicio de honestidad con el que el director
se ha desnudado ante las cámaras: la conclusión no sé si última de quien ha
hecho del cine el espacio donde contar aquello que no puede digerir en su vida
diaria. Esa bola indigesta que provocan los recuerdos, las culpas y las
impotencias. El problema es que, al menos a mí, como espectador, la película no
me transmite eso que con tanta precisión explica Vivian Gornick en su deslumbrante
La mujer singular y la ciudad, la
cual nos deja claro que la vida no es otra cosa que “inteligencia atrapada en dolor”.
Una inteligencia que no dudo que tenga el manchego pero que hace años parece
lastrada por los vicios de la gloria efímera que le susurran quienes no dejan
de ver en él un genio necesitado de perdón.
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