Hace unos días la filósofa Ana de
Miguel reflexionaba en un lúcido y necesario artículo sobre cómo en las
sociedades formalmente iguales que vivimos, las chicas más jóvenes continúan
siendo socializadas de acuerdo con unos mandatos que las reducen a meros
objetos sexuales (https://elpais.com/elpais/2018/05/10/opinion/1525956123_579679.html).
Gracias al consumo creciente de pornografía a través de Internet, pero también
a una cultura que reproduce con insistencia el binomio hombre deseante/mujer
deseada, ellas son prisioneras de unos modelos que las cosifican y que
continúan colocándolas en una posición subordinada. Es decir, las chicas siguen atrapadas en el paradigma de ser para
otros, esclavas de un cuerpo que ponen a disposición de los varones, de unas
reglas del juego en las que, bajo su aparente libertad de elección, tienen
todas las de perder.
El artículo de la autora de Neoliberalismo sexual tiene lógicamente
su reverso. Es decir, de la lectura de todo lo que en él se plantea sobre las
chicas es fácil deducir dónde están los chicos y, sobre todo, qué es lo que se
espera de ellos. Esta mirada, que poco a poco empieza a hacerse visible en los
estudios de género, nos obliga a poner en el foco en cómo en las sociedades del
siglo XXI continúan forjándose las masculinidades y de qué manera los chicos
jóvenes no solo reproducen, sino que a veces incluso potencian, los esquemas
patriarcales que heredaron de sus padres. Basta con pensar en los términos contrarios
a los que Ana de Miguel se refiere para describirnos para qué sirven las chicas
y tendremos un retrato bastante completo de cómo los chicos jóvenes entienden
lo de ser un hombre de verdad. Las mismas referencias que en el artículo
comentado se usaban para acercarse el mundo del porno que consumen nuestros
hijos y nuestras hijas nos ofrecen, a un solo clip del ordenador, un perfecto
manual sobre cómo la juventud entiende el sexo y, con él, no solo cómo se
definen las subjetividades masculina y femenina sino también las relaciones
entre unas y otras. Una vez más, y es todo un clásico, realmente no estamos
hablando solo de cuerpos o deseos, sino que en el fondo lo estamos haciendo de
poder.
Si en el porno on line, pero
también en los videos musicales más exitosos, así como en la mayoría de la
publicidad que nos persigue por las calles, las chicas aparecen como objetos
disponibles para ser deseados y usados, los hombres, lógicamente, aparecemos
como los sujetos activos, como los que miramos y deseamos, como los que detentamos
el poder y la autoridad para disponer de ellas. Si el modelo para las chicas es
la sumisión y la entrega, para nosotros es el dominio y el control. Si ellas
parecen reducirse a una suma de orificios penetrables, nosotros continuamos
midiéndonos por la potencia de nuestros genitales, por el poderío de un pene –
o casi mejor, falo – que es el que parece que continúa otorgándonos en el
derecho innato a estar en la parte privilegiada del contrato. Si ellas parecen
gozar sintiéndose dominadas y hasta sometidas a tratos degradantes, nosotros
alcanzamos el éxtasis cuando sobre sus cuerpos ejercemos el poder que con
frecuencia nos han arrebatado en otros espacios. Si ellas están mucho más
guapas calladitas y sumisas, nosotros continuamos monopolizando la palabra. Si
ellas parecen hablar un lenguaje en el que para algunos no parece entenderse
cuando no es no, nosotros seguimos
empeñados en ser los legítimos intérpretes de las palabras femeninas.
Es urgente pues que nos
planteemos que parte de responsabilidad tenemos unas y otros en mantener e
incluso alimentar una cultura machista que continúa generando tantos monstruos
y, lo que es peor, tantas víctimas. Las múltiples y necesarias reflexiones que
en estas semanas hemos hecho en torno al caso de la Manada deberían
reconducirse a lo que entiendo que es el eje esencial de la desigualdad de
género, y por tanto de todas las violencias que sufren las mujeres, y que no es
otro que una concepción de la masculinidad anclada a nuestra posición de seres
dominantes. Una posición que se nutre perversamente en estos tiempos líquidos y
tecnológicos con los mitos del amor romántico y con un entendimiento de la
sexualidad que la convierte en un ejercicio más de desigualdad. La desigualdad
sexualizada que continúa preparando a los chicos más jóvenes para que se
conviertan en feroces depredadores. Justamente lo mismo, y no es casualidad,
que les demanda el mercado. De esta manera, la ecuación es perfecta para
convertir nuestros deseos en derechos y para legitimar el uso y abuso de las
vaginas o de los úteros de las mujeres. Es urgente, pues, que nos tomemos la
educación en y para la igualdad en serio y que, de manera singular, empecemos a
trabajar con unos adolescentes, en masculino, que siguen creyendo que son los
putos amos. Una educación también en
materia de sexualidad que evite que nuestros chicos y chicas continúen
maleducándose con los estribillos de Maluma o con ese que cantan Becky G. y
Natti Natasha, las cuales dejan claro que si él las llama van para su casa y se
quedan sin pijama (https://www.youtube.com/watch?v=zEf423kYfqk
).
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 22 de mayo de 2018:
https://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/que-es-un-chico-y-para-que-sirve_a_23438780/?utm_hp_ref=es-homepage
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 22 de mayo de 2018:
https://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/que-es-un-chico-y-para-que-sirve_a_23438780/?utm_hp_ref=es-homepage
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