La última película de Laurence Cantet, que tiene una evidente línea de continuidad con La clase, y por supuesto también con la dirigida por su coguionista Robin Campillo - la necesaria y emocionante 120 pulsaciones por minuto - , tiene la gran virtud de presentarnos un retrato nítido de muchas de las cosas que están pasando ahora mismo en Europa. La reunión de varios jóvenes en un taller de escritura en una localidad costera cercana a Marsella se convierte en el pretexto y en el contexto perfecto para que el director nos hable, a través de sus personajes, de la deriva de un continente sacudido por muchas amenazas. La principal, tal vez, representada en esos chicos y chicas que dialogan y se interpelan, es la liquidez de un futuro para el que parecen faltar agarraderas, más allá de las perversas y hasta peligrosas que dibujan el miedo y la inseguridad.
Basada, como es marca de la casa, en una estructura muy teatral, así como en la frescura que otorgan unos jóvenes que no son actores profesionales, y junto a los que sobresale la magnífica interpretación de Marina Foïs, la escritora que más que guiarlos los escucha, El taller de escritura nos pone sobre aviso de cómo crecen la extrema derecha y, en general, los fundamentalismos, en una Europa en la que ya no parece haber lugar para las utopías y especialmente entre unos jóvenes que no saben muy bien hacia qué futuro mirar. Una Europa, que podría estar representada en esa población costera en la que tiempo atrás brillaron unos astilleros, y en la que se vivió un episodio apasionante de lucha obrera, que parece haber abandonado, si es que alguna vez lo tuvo, el aliento de convertirse en un proyeco político y social, abandonada a los mandatos neoliberales que nos van convirtiendo progresivamente en adoradores de nuestro ombligo. Un hábitat ideal para que germine el odio, la violencia, la ira. Unas emociones muy masculinas que vemos cómo nutren al chico que acaba convertido en el personaje principal, el cual es uno más de tantos que dejan llevar por el virus de la violencia - ahí están las referencias a los videojuegos como espacio de mala educación - y sobre todo por las promesas de quienes parecen ofrecerle un protagonismo que la sociedad le niega. De esta manera, comprobamos cómo es fácil que un chico, y sobre todo tun chico, e insisto en el sexo del personaje, se deje arrastrar por una espiral que parece dar sentido a sus propias frustraciones.
Afortunadamente la película no renuncia a la luminosidad del mismo espacio en el que se desarrolla, y parece ofrecernos, con el final que no desvalaré, una oportunidad para la esperanza. La que reside en lo que esos chicos y esas chicas, de la mano de una mujer - y me parece que tampoco es casualidad que sea una mujer - , consiguen no solo conservar sino poner las bases para una actividad colaborativa. La palabra como alternativa al odio. La cooperación como única salida frente al vacio. La memoria histórica como medicina que puede curarnos enfermedades del presente. Aunque el taller estaba pensado para hacer una novela negra, lo que acaba resultando es un texto descarnadamente político. No cabía esperar otra cosa de un cineasta que tiene la gran virtud de ponernos frente al espejo e interpelarnos. No sé si eso es lo mejor que se le puede pedir a una película, yo creo que sí, pero en todo caso es motivo más que suficiente para no perderse ni una de las clases de ciudadanía que nos suele ofrecer Cantet.
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