Una de las cosas que más me gustan de Córdoba es que es una ciudad, o al menos lo ha sido durante años, hecha a una altura humana, en la que siempre ha sido posible pasear y disfrutar del espacio público, en la que siempre he podido perderme literalmente por calles que suponían para mí un descubrimiento. Es decir, Córdoba siempre ha sido para mí un laberinto en el que mis pies me han llevado en volandas, sintiendo que las agujas del reloj se movían a un ritmo más cercano al de la vida y en el que las fronteras indecisas entre realidad y ficción apenas existían. Siempre he tenido pues, y aunque pueda parecer paradójico en una ciudad que con tanta frecuencia puede resultar claustrofóbica, una sensación de poder incluso volar unos cuantos centímetros por encima del suelo. Casi una experiencia espiritual que, en mi caso, nada tiene que ver con los olores a incienso y sotana.
Sin embargo, y no puedo evitar cierto dolor al contarlo, en los últimos años he empezado a sentir cómo esa magia iba haciéndose cada vez más frágil hasta casi desaparecer. Es decir, el que fue para mí un espacio abierto y luminoso cada vez se convierte con más frecuencia en un lugar inhóspito, que araña, que parece ir poniéndote grilletes en los tobillos en lugar de alas. Así lo he vivido por ejemplo en la semana que acaba de terminar. Yo, que durante mucho tiempo disfruté de la Semana Santa como una fiesta de los sentidos, y que siempre entendí como una manifestación popular que era posible vivir desde múltiples dimensiones, y no todas necesariamente religiosas, me siento cada vez más aplastado por una celebración que se ha ido rodeando progresivamente de tintes reaccionarios y que muy especialmente en Córdoba ha ocupado literalmente el espacio público con intenciones de colonizador. Al margen de que nos hemos convertido en una ciudad en la que cualquier pretexto es bueno para pasear imágenes en tronos, y en la que en consecuencia se ha ido perdiendo el sentido de belleza fugaz que siempre tuvo la Semana Santa, cómo se está gestionando el uso de las calles y de qué manera los y las cofrades se posicionan en él, a mí me está provocando que justo en estos días tenga ganas de huir de la que siempre sentí como ciudad acogedora. Porque me resulta imposible caminarla, sentirla mía, compartirla. Es como si hubiera sido invadida por quienes parecen más dispuestos a imponer un mensaje que a establecer un diálogo. Y todo ello, claro, lo cual es lo más terrible, con la complicidad de unos poderes públicos que nos representan a todos y a todas. Unos poderes públicos que, por otra parte, continúan empeñados en saltarse el mandato de aconfesionalidad que establece nuestra Constitución y que en estos días de báculos y mantillas nos recuerdan que para ellos todo vale con tal de no levantar las iras de su potencial electorado.
Esta semana de bullas incontroladas, policías vigilantes y espacios públicos cercados y administrados en función de quien paga, tendrá pronto continuidad con el parque temático de los patios, y así, como quien no quiere la cosa, seguiremos construyendo una ciudad que poco a poco se aleja de la que un día me enamoró. Una ciudad sobre la que ahora Italo Calvino me imagino que haría algo más parecido a una elegía que a una glosa. En la que con tanta frecuencia resulta incómodo pasear, abrazar o simplemente disfrutar de ese extraño silencio que uno a veces encuentra en lugares habitados. La Córdoba de quienes parecen no querer entender que lo que compartimos es patrimonio de todos y que por tanto no puede estar en manos de los deseos e intereses de unos pocos. La ciudad pequeña que últimamente parece medir su grandeza más en términos de pulsos que en clave de hospitalidad.
Publicado en Diario Córdoba, lunes 2 de abril de 2018:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/ciudad-incomoda_1215967.html
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