“A
los dos les asaltaban las dudas, pero estaban esforzándose al máximo; los dos
dudarían de sí mismos, harían avances y retrocesos, pero seguirían
intentándolo, porque confiaban el uno en el otro y porque Jude era la única
persona del mundo que merecía que él experimentara todos los contratiempos, las
dificultades, las inseguridades y la sensación de vulnerabilidad.”
Hay libros
que te dejan indiferente y los olvidas al día siguiente de haberlos terminado,
si es lograr llegar a su última página. Hay otros que te provocan un placer
instantáneo pero que difícilmente calan más allá de tu piel. Los mejores, sin
duda, son aquellos que te dejan herido, como si cada página fuera una navaja
afilada que recorre tu piel y se mete dentro, muy adentro de ti, dispuesta ya a
quedarse para siempre. En esa ceremonia de dolor y gozo, el lector siente como
su cuerpo se hace cómplice de las letras que expresan emociones y, por tanto,
se estremece, pasa frío, se acalora o tiembla. Como si se tratara de un
orgasmo en el que fuera complicado distinguir cuánto hay de dolor y cuánto de
placer. Como ese sobresalto que adivinamos en el rostro del hombre que aparece en
la bellísima y desgarradora portada de Tan poca vida.
Tan poca
vida es uno de
esos libros. Cuando aun me duele el alma, y el cuerpo, después de haber llegado
a su última página, siento que es una de las lecturas que más me han conmocionado
en los últimos tiempos. Esta historia de cuatro amigos de Nueva York, que se
desarrolla a lo largo de varias décadas, y muy especialmente la historia del
antihéroe que la autora subraya como protagonista, ha abierto en canal mi pecho
de hombre en gerundio y me ha reconciliado con la literatura que es capaz de
ser como ese espejo que se pone a los moribundos frente a la boca para
comprobar si aún respiran.
La novela de
Hanya Yanagihara, una joven autora norteamericana desconocida para mí
y supongo que para la mayoría, cayó en mis manos gracias a la
recomendación de una amiga librera que me advirtió de lo mucho que me gustaría
y de lo mucho que tenía que ver con las cuestiones que me ocupan y me
preocupan. Nunca podré agradecerle lo suficiente a mi querida Ana Rivas, la
maga que reina en la cordobesa República
de las letras, que me pusiera sobre la pista de un libro que, entre otras
muchas cosas, nos sitúa frente lo que los hombres solemos callar, frente a
nuestros miedos e incapacidades, frente a los dolores que asumimos con tal de
responder a las expectativas de género. En este sentido, Tan poca vida es un bellísimo tratado sobre la impotencia
masculina, sobre las vulnerabilidades que con tanta frecuencia no reconocemos,
sobre la necesidad que finalmente tenemos de los demás para sobrevivir en
cuanto seres tan imperfectos que somos.
La autora, y
creo que en este caso no es casualidad que sea una mujer, nos presenta unos
personajes masculinos que poco tienen que ver con los héroes que siguen
poblando los relatos patriarcales y androcéntricos que nos dominan. Aun siendo
en la mayoría de los casos hombres con éxito, en el sentido que marca el
sistema, los descubrimos cargados de contradicciones, inseguros y perdidos a
veces, tremendamente frágiles en la
mayoría de las ocasiones. Necesitados
siempre de una mano cercana, de la leal complicidad de un amigo, de la palabra
justa o de un abrazo. Hombres solos que necesitan aprender el sentido de la pérdida,
que parecen no encontrar la brújula y que, pese a los triunfos, acaban en
muchos casos prisioneros en su jaula. Tan
poca vida es una novela sobre los miedos que con frecuencia no reconocemos,
sobre el dolor que implica madurar, sobre lo absurdo de trazar fronteras cuando
hablamos de emociones y afectos. En este
sentido es también un libro sobre la reconstrucción del concepto de familia, entendida
ésta ahora como una red de afectos y cuidados, así como sobre la necesidad de
abrir el concepto del amor a una pluralidad que va más allá de las
orientaciones o identidades, y que tiene que ver con una idea que explicaba muy
bien la autora (http://cultura.elpais.com/cultura/2016/10/07/actualidad/1475864726_787795.html)
: “El problema con las relaciones estos días es que esperamos que
una relación nos dé todo: satisfacción sexual, amor, amistad, estímulo
intelectual, y lo que dice el libro es que un buen matrimonio, una buena
relación te puede dar dos o tres cosas de estas, pero las otras hay que
buscarlas fuera. Y este libro señala que a veces podemos encontrar sexo y a veces
no en la persona que queremos o nos interesa, pero a veces no, y eso está bien.
Tienes que pensar qué quieres de un amigo y a veces lo que quieres de un amigo
y lo que te brinda no es definible, es simplemente alguien que te va a
escuchar, que va a venir a ti, que no son cualidades muy excitantes pero sí
sostienen una relación”.
Tan poca
vida podría resumirse como la suma de varias historias de amor, narradas con la fuerza dramática de las
novelas clásicas pero también con el aliento de lo que supone vivir una
relación de pareja en el siglo XXI. Es la historia de amor de los cuatro
amigos, pero también la que como padre e hijo viven Harold y Jude y, sobre
todo, la que une a éste con su amigo Willem. Todas ellas, pero sobre todo la
última, contempladas desde la celebración que supone, o debería suponer,
necesitar a alguien, tal y como se expresa casi al final de la novela: “Y él llora, llora por todo lo que
ha sido, por lo que podría haber sido, por todas las viejas heridas, por las
viejas dichas, llora por la vergüenza y la alegría de acabar siendo un niño,
con todos los caprichos, las necesidades y las inseguridades de un niño, por el
privilegio de portarse tan mal y ser perdonado, por el lujo de recibir ternura,
de recibir afecto, de que le sirvan una comida y le obliguen a comérsela, por
ser capaz, ¡por fin!, de creer en las palabras de consuelo de un padre, de
creer que es especial para alguien, pese a todos sus errores y su odio, por
culpa de todos sus errores y su odio.” Y, como podemos
adivinar por este fragmento, Tan poca
vida también es un relato sobre el sentimiento de culpa, sobre cómo el pasado
nos aprisiona y sobre la dificultad de que cicatricen las heridas que un día
nos dejaron en mitad del bosque como seres totalmente indefensos.
Y eso es justo lo que
es Jude, uno de esos personajes literarios que estoy seguro no voy a olvidar en
mi vida, un hombre herido, un animal vapuleado por la vida, enjaulado en el
hedor de su infancia, víctima de tantas masculinidades tóxicas que en su día
controlaron su alma y su cuerpo. Las masculinidades sagradas que usaron sobre
él el látigo del dominio erotizado, de la violencia hecha carne y de la omnipotencia
que hace de la virilidad un pretexto que justifica la sangre derramada. Es
imposible no sufrir con Jude, no emocionarse con él, no llorar con él, no
amarlo y hasta odiarlo, no sentir que su piel quebradiza es al mismo tiempo la
de uno mismo. Como tampoco es posible no entender el amor de Willem, la entrega
absoluta, el heroísmo que implica no caer en la trampa del amor romántico y
asumir que cuando se quiere a alguien hay que jugar permanentemente al equilibrio
inestable que supone conciliar autonomía y dependencia. “A los dos les asaltaban las dudas, pero estaban esforzándose al
máximo; los dos dudarían de sí mismos, harían avances y retrocesos, pero
seguirían intentándolo, porque confiaban el uno en el otro y porque Jude era la
única persona del mundo que merecía que él experimentara todos los
contratiempos, las dificultades, las inseguridades y la sensación de
vulnerabilidad.”
“No se imagina dejando que nadie más tenga acceso a su cuerpo y a sus
miedos”, escribe Hanya Yanagihara en una de las páginas de la novela
refiriéndose a Jude. Esa frase resume perfectamente uno de los ejes centrales
de la historia, el cual tiene mucho que ver, es evidente, con las patologías de
una masculinidad hegemónica que produce tantos monstruos. En Tan poca vida, sin embargo, y frente al
horror de lo que Jude ha vivido, nos
encontramos afortunadamente con hombres que lloran, que se abrazan, que se
dicen lo que se quieren y lo que se necesitan: “En
los últimos años ha pasado de darle vergüenza llorar a llorar constantemente a
solas primero, a llorar delante de Willem después, y ahora, en una última
pérdida de dignidad, a llorar delante de cualquiera, en cualquier momento y por
cualquier cosa. Se apoya en el pecho de Richard y solloza sobre su camisa.
Richard es otra persona cuya amistad incondicional y sin límites, y cuya
compasión, siempre lo han dejado perplejo. Sabe que los sentimientos de Richard
hacia él se entremezclan con sus sentimientos hacia Willem, y lo comprende; le
hizo a Willem una promesa y se toma en serio sus obligaciones. Pero, aparte de
su estatura, su volumen, hay algo en la seriedad de Richard, en su formalidad,
que le invita a pensar en él como en una especie de árbol-dios, un roble con
forma de ser humano, sólido, antiguo e indestructible. No son muy habladores,
pero Richard se ha convertido en su amigo de la vida adulta, no solo un amigo
sino en cierto modo un padre, aunque solo tiene cuatro años más que él. O un
hermano, tal vez, cuya fidelidad y honradez son inquebrantables.”
Hombres para los que también es importante expresar lo que sienten: “Te quiero —concluyó Willem y, antes de que
él tuviera que responder, colgó. Jude nunca sabía qué contestar cuando Willem
le decía eso, pero le gustaba oírlo.”
La lealtad, la
honradez, la empatía, la necesidad del otro, las emociones como fundamento de
unos vínculos entre varones que nada o poco tienen que ver con los que reclaman
las fratrías viriles. El cuidado como
complemento de la justicia y como eje desde el que construir una nueva manera
de relacionarnos. Esa es la propuesta que nos lanza la autora con una novela
que, como ella misma ha confesado, se nutre de clásicos como Dickens pero sin
renunciar a la mirada que supone vivir en un siglo tan líquido como el
presente. Y junto a esa propuesta revolucionaria, el amor, siempre el amor como ese hogar al que uno
siempre quiere volver:
“Y,
por descontado, la persona a cuyo lado regresas: su cara, su cuerpo, su voz, su
olor y su tacto, cómo espera a que acabes de hablar, por mucho que te
extiendas, antes de responder; su sonrisa, que te recuerda a la salida de la
luna; ver cómo te ha echado de menos y lo feliz que está de que hayas vuelto.
Luego, si eres tan afortunado como Willem, están las cosas que esa persona ha
hecho por él mientras estaba fuera: en la despensa, el congelador y la nevera
habrá la comida que más le gusta y el whisky que prefiere. El jersey que creía
haber perdido estará limpio y doblado en un estante del armario, y los botones
de la camisa, cosidos con firmeza. Encontrará la correspondencia amontonada a
un lado del escritorio, junto con el contrato de la campaña de publicidad de
una cerveza austríaca que hará en Alemania, con notas en los márgenes para
comentarlos con el abogado. Y él no lo mencionará, pero Willem sabrá que ha
hecho todo eso con auténtico placer, y que si le gusta este piso y esta
relación es en parte porque Jude lo convierte en un hogar para él, y cuando se
lo diga, lejos de ofenderse Jude se quedará encantado, y Willem se alegrará. Y
en esos momentos, casi una semana después de su regreso, se preguntará por qué
se va tan a menudo, y si cuando terminen los compromisos del año siguiente no
debería quedarse una temporada ahí, el lugar al que pertenece.”
Octavio tiene usted una sensibilidad especial a la hora de describir el libro que recomienda, que me gustaria poder tenerlo en mis manos y comenzar su lectura.
ResponderEliminarespero que llegue a sus manos y disfrute de él tanto como yo...
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