Olvidado ya el verano, no he tardado en volver a la agenda repleta y a los días contados en función de compromisos múltiples que sobrellevo autoconvenciéndome de la suerte que tengo de trabajar en algo que me gusta. Apenas he necesitado unas semanas para sentir el agobio de plazos, de exigencias burocráticas y de todas esas presiones que en el ámbito académico nos obligan a ser eficientes y productivos. Inmerso en una espiral de auto explotación y permanente examen, me repito cada septiembre que tengo que aprender a decir que no pero vuelvo a dejarme llevar por el afán de estar y de ser visto. Fiel, por más que luche contra la máscara, a un mandato de masculinidad que nos obliga a definirnos por el hacer, ese que el capitalismo ha hecho suyo en beneficio de quienes sacan tajada de relaciones asimétricas que nos prometen felicidad.
No sé si porque los años van acumulando heridas, o porque mi pecho cada vez se niega con más frecuencia a obedecer lo que dicta mi cabeza de homo economicus, empiezo a darme cuenta de que esta carrera es insostenible y de que los cuerpos, tanto el propio como el colectivo, piden a gritos una revolución. Esa que nos libere de las cadenas de las “vidas trabajo” que, como bien explica mi paisana Remedios Zafra, sitúan en las afueras precisamente todo aquello que en realidad nos sostiene en cuanto seres vulnerables que somos. Los que hoy día, tan domesticados, nos limitamos a sobrevivir en un presente en el que necesitamos vivir acontecimientos con intensidad, para que quede constancia de que no paramos, ni siquiera cuando el tiempo de ocio nos reclamaría huir del escaparate y holgazanear.
En cuanto constitucionalista, pero sobre todo como hombre que está a punto de hacerse esclavo de los fármacos para poder inventarse una sonrisa, creo más urgente que nunca reivindicar el derecho a la pereza, al no hacer, a una pasividad que nos reconcilie con todas esas cosas bellas que, como he aprendido del último libro de Juan Evaristo Valls Boix, son las que nos obligan a traicionar la potencia de nuestro ser erecto y nos reconcilian con la horizontalidad, con los cuidados y con la conversación. Toda una apuesta ética que trasciende lo personal para hacer del sucedáneo de democracias que vivimos un espacio posible de bienestar y solidaridad.
Tal y como ya apuntara en Metafísica de la pereza, Valls reclama una vida que no esté gobernada por la productividad, en la que al fin tengamos tiempo para escucharnos y para escuchar a los otros, en la que traicionemos el estribillo de la realización personal y el mantra neoliberal de aprovechar el tiempo. Siguiendo los ecos de mujeres tan iluminadoras como Sylvia Plath, Emma Goldman o Adriana Cavarero, se trataría de bajarnos de los púlpitos en los que nos creemos omnipotentes y reconocernos en la humana fragilidad que compartimos. Es decir, la horizontalidad como horizonte político en el que seamos capaces de disfrutar de las rosas y de la belleza, en cálido abrazo de sujetos educados en el arte de inclinarnos para atender al otro. Una propuesta radicalmente política y urgente en estos tiempos de líderes que pretenden salvarnos sin que la rueda que genera monstruos se pare. Eslabones de una cadena que no reproduce sino violencia y explotación.
Como escribe el autor de El derecho a las cosas bellas, “la pereza es un sentimiento público, un afecto político que recorre la sociedad entera y germina en nuestros cuerpos reventados”. Una potencia que, nacida del cansancio y del dolor, es capaz de inventar otra cultura de la felicidad, una nueva gramática de los afectos, una esperanza que recorra las ciudades para convertirlas en espacio hospitalario. La única, coincido con él, capaz de sanar nuestros cuerpos heridos y de lanzarlos a una pista de baile en la que, con la vida en el centro, seamos dueños de un tiempo en el gocemos de nuestro ser desobediente.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE OCTUBRE DE LA REVISTA GQ SPAIN:
https://www.pressreader.com/spain/gq-spain/20250923/281608131588041
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