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UNA QUINTA PORTUGUESA. La amabilidad de los extraños


 “… el artista, el escritor, el pintor o el cineasta que consiga encarnar la bondad habrá hecho algo maravilloso por nuestra especie”

Manuel Vilas

 

 

En estos tiempos de tanto ruido y tanta zozobra, de tanta maldad presunta y explícita, reconforta ver una película como Una quinta portuguesa. Una de esas obras cinematográficas que, pese a su evidente poso literario, consigue levantar el vuelo de las palabras y el riesgo de la facilona pedantería para sumergirnos en una fábula, de seres humanos y de fantasmas, en la somos atrapados por un relato perfectamente urdido por Avelina Prat. La guionista, que también es la directora, y siguiendo el rastro que ya apuntara en Vasil, su primer largometraje, nos propone una mirada sobre lo humano que pareciera que no está de moda, y que se fija, muy especialmente, en la bondad que atesoramos y desde la que resulta tan fácil crear puentes y vínculos. El protagonista, Fernando, es fundamentalmente un hombre bueno, como también lo son quienes comparten historia con él, lo cual no quiere decir que no sean sujetos con cielos nublados a veces y con mochilas que demuestran que vivir no es un juego. La historia de este profesor de geografía, que reivindica los mapas a la vieja usanza como una forma de ordenar el mundo, es, yo diría, la historia de cualquiera de nosotros. Porque lo que realmente nos cuenta Prat es cómo somos sujetos con capacidad de reinventarnos, con la necesidad incluso de cambiar de piel y con esa tendencia a escapar que hace tan complicado que nuestras biografías quepan en los marcos dibujados por un geógrafo.

 

Una quinta portuguesa nos habla de cómo todas y todos somos extranjeros, y cómo de distintas maneras vivimos exilios que nos hacen cambiar de escenario y que nos permiten seguir aprendiendo. Nómades, que diría Rosi Braidotti. La peripecia de Fernando, que se convierte en Manuel, pero también la de Amalia, o la de Olga, nos demuestran que el desarraigo y la extranjería forman parte de nuestra naturaleza. De ahí, en consecuencia, la importancia de que los otros y las otras nos acojan y nos abracen, y viceversa, tal y como vemos en el nuevo mundo que el profesor de la película descubre en Portugal, donde ni siquiera necesita dominar la lengua – ni la de las palabras ni la de las plantas – para sentirse acogido. En este sentido, la hermosa segunda película de Avelina Prat    nos cuenta cómo la extrañeza es parte también de nuestro ser, tanto la que habita en nosotros y con la que a veces estamos en lucha, como la que desde afuera nos interpela y nos abraza por parte de quienes hospitalariamente nos reconocen. La pasión de los extraños, como explica en su último libro Marina Garcés, como fundamento de una sociabilidad que rompe los márgenes estrechos de las formas institucionalidad de relación. Algo que en la película comprobamos al ver la singular familia que, fuera de todos los cánones, acaban formando Fernando, Amalia, Ana, Rodrigo (y los fantasmas), en una quinta que parece un microcosmos a salvo del mundo.

 

Con una bellísima fotografía, y contada con el tiempo justo que requiere un guiso que necesita de paciencia y ternura, Una quinta portuguesa es una de esas películas que, bajo su aparente sencillez, encierra una profunda mirada sobre los mapas y las brújulas con los que intentamos llevar el timón de nuestros días. En la que, además, es posible incluso oler hasta las comidas que se preparan en la quinta y sentir el escozor de las heridas que los personajes arrastran. Con unas interpretaciones en el punto justo de cocción, y entre las que sobresalen un sobrio pero tierno Manolo Solo y la siempre misteriosa pero humana María de Medeiros, además de una desconocida para mí Branka Katić que nos regala un tramo final absolutamente delicioso, Avelina Prat ha realizado una de las películas españolas más éticamente reconfortantes de los últimos tiempos. En la que, para sorpresa del público, es capaz de vindicar la bondad y la amabilidad como virtudes sin las que es difícil (sobre)vivir, así como de mostrarnos cómo la extrañeza que nos define puede ser, en lugar de una derrota, una oportunidad maravillosa para hacernos y deshacernos. Conscientes de que en cualquier geógrafo puede habitar un jardinero y en cualquier gesto de cuidado la posibilidad de un almendro en flor.


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