“la vida se perpetúa mediante los cuerpos, todos aquellos cuerpos que han hecho nuestra vida”
Agustín Gómez Arcos, Ana no
Ni en mis mejores sueños me habría atrevido a imaginar que un día formaría parte, aunque fuera una parte pequeñita, de un proyecto tan radical y esperanzador como Un hombre libre, la película recién estrenada con la que Laura Hojman nos trae al presente al imprescindible, y desconocido en nuestro país, Agustín Gómez Arcos. Fue gracias a ella que me sentí deslumbrado y herido por El cordero carnívoro, reconocido también en esa novela tan contemporánea en la que se nos revela que las verdaderas revoluciones se hacen por amor. Ahí comenzó un viaje inacabado en el que he ido descubriendo una obra que, recuperando la vasta tradición de la cultura española – desde la picaresca a Berlanga, pasando por Machado, Lorca o Valle Inclán -, se encarna en los cuerpos de los vencidos, de quienes vivieron en las afueras y de aquellas personas que todavía hoy, en este país tan desmemoriado, carecen de nombre con el que ser recordadas. Fui encontrándome, con la glotonería curiosa del niño que ha encontrado un paraíso posible, no solo con esa parte de lo colectivo que como país nos fue hurtada sino también con un hilo que me une - nos une-, a través de hilvanes disidentes y en tránsito, con quienes me enseñan que la normalidad no existe. Y que el derecho a la igualdad no puede ser otra cosa en democracia que el reconocimiento de nuestras diferencias. De los monstruos que somos frente al poder disciplinario de lo normativo. Bendita genealogía que aún lucha por escapar de las notas a pie de página.
Un hombre libre no solo nos cuenta el itinerario vital del escritor almeriense, al que recuperamos con vida y no como un fantasma en unos impagables momentos rescatados de una Francia en la que fue reconocido y leído, sino también el reverso de la historia reciente de nuestro país. De esta manera, la película de la directora de Los días azules, en lo que vuelve a ser una apuesta radicalmente poética y política, alumbra las heridas que nos definen, los silencios impuestos sobre tantos cuerpos vivientes y las injusticias que tuvieron forma de palabras no dichas y sabor a pan negro. Todo ello con la voz de un Agustín que pareciera habitar el siglo XXI, con esa lucidez que él supo manejar para quitar máscaras y pasar el testigo a quienes se les negó el derecho a la palabra. Ese derecho que, desde un compromiso que hoy no dudaríamos en calificar como feminista, el autor de Ana noreconoce a las mujeres que en sus libros pelean por auto-normarse y a las que no duda en dibujar con alas naciéndoles en las espaldas. Sujetos políticos en un mundo hecho a imagen y semejanza nuestra: los hombres que, aún sin saberlo, no dejamos de darnos golpes contra los barrotes de la jaula de la virilidad. Esa que Agustín se atrevió a llevar al borde de la demolición, en lo que es para muchos de nosotros una puerta abierta a la deseable ruptura del orden binario de género. Cuerpos vivientes que al fin encarnan el nomadismo, la frontera y un constante devenir creativo.
La honda potencia política de Gómez Arcos, que de ninguna manera está reñida con una fecunda poética, no se funda sin embargo en un derecho al resentimiento que, por otra parte, y como bien explica Alberto Conejero en el documental, sería una opción lógica, sino que lo hace en el amor a una patria a la que no quiere renunciar y a la que dibuja, desde la memoria, con trazos de utopía. Zambrano, Lejárraga, Mª Teresa León. Quizás una matria imaginada que entonces, y me temo que tampoco hoy, no cabía en la gramática androcentrada de esta nuestra nación viril. Una España de la que él también forma parte, junto a todos los raros que fueron expulsados a las afueras: lección que en estos días se nos antoja más viva que nunca ante el objetivo fragilizado de construir un nosotros inclusivo y emancipador. Esa tarea que tras la muerte de Franco fue reducida a un pacto en el que continuó habiendo perdedores y fosas sin nombre y que hoy nos obliga también a revisar una transición en la que muchos vencedores siguieron en sus puestos. Hablamos pues de un horizonte ético y político que Un hombre libre nos ofrece en un presente en el que volvemos a constatar la fragilidad de las conquistas democráticas. Tiempos de nostalgia y de melancolía que quienes niegan nuestra capacidad de autodeterminación convierten en espacio fértil para una identidad regresiva. Ver Un hombre libre y leer a Agustín Gómez Arcos bien podría ser un bello y feliz antídoto contra la cruzada reactiva que nos amenaza. Porque en él, pese a sus más que suficientes razones para la rabia, siempre habitó la esperanza y ésta, ya sabemos, es la mejor arma que tenemos contra los fascismos. Esa esperanza que habita revolucionaria en el pan de aceite con almendras que Ana Paucha, la mujer que pasa del no al sí, guarda con celo de amor verdadero en su bolsillo de náufraga.
Publicado en el blog Quién teme a Thelma y Louise, de Cordópolis
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