Hace ya algunas semanas el escritor Gustavo Martín Garzo me contaba que hacía tiempo que no había visto una película tan bella como La luz que imaginamos. En concreto, me escribía al hilo de ella, que “habría que recuperar para el cine, y el arte en su conjunto, esa cualidad misteriosa que es la delicadeza. Esa forma de aproximarse a lo real sin aspavientos ni demandas de atención tan presentes en el cine actual. Ese cine que adelgaza hasta casi renunciar a contar nos entrega paradójicamente el temblor de lo verdadero”. Le di muchas vueltas a estas palabras del autor de El lenguaje de las fuentes porque es cierto que las pantallas están llenas de esas historias que calificamos como “necesarias” y que con frecuencia nos sepultan con la losa de su discurso o con el griterío de sus pancartas. Y es cierto que la película de Payal Kapadia rompe con esas narrativas y construye su relato como quien camina de puntillas, parándose a mirar los rincones de las casas y atreviéndose a descubrir la alegría o el dolor que habitan en los silencios. Al fin he podido comprobar que todo lo que me anunciaba Gustavo era cierto, que en La luz que imaginamos el espectador se reencuentra con un cine que, en su delicadeza, es el que mejor refleja nuestra frágil naturaleza. Como siempre lo han hecho los cuentos o esas pinturas en las que podemos detectar todas las capas de la vida bajo una aparente sencillez de los trazos.
Kapadia, que bebe de Satyajit
Ray pero también de Ozu o Ford, nos cuenta las historias de tres mujeres que coinciden
en una trepidante y asfixiante Bombay. Mujeres de tres generaciones distintas y
unidas por esas costuras siempre a punto de romperse de una camisa demasiado
estrecha para sus cuerpos que buscan luz y libertad. No es casual que trabajen en un espacio atravesado por los
cuidados y donde cada día conviven con la vulnerabilidad humana, como es un hospital,
ni que las tres, de distintas maneras, se sientan prisioneras de un mundo que
no está hecho a su imagen y semejanza. Las tres viven en la tensión que les
genera el contexto que les ha tocado vivir y las aspiraciones de encontrar un
sendero por el que caminar sin miedo a que salga un lobo a robarles la comida.
La mujer mayor que se ve obligada a abandonar su vivienda ante las presiones de
una constructora que planea un alto edificio con cientos de ventanas diminutas,
la que vive pensando en el marido que se fue a Alemania hace años y con el que
se casó previo concierto parental, la joven que vive un amor que nutre su
rebeldía y que le da alas para incluso plantar a cara a las reglas impuestas
por sus progenitores. Tres historias que la directora nos muestra a través de
pequeños grandes detalles – el poema y los dulces del doctor enamorado, el
abrazo casi sexual a la arrocera enviada desde Alemania, las manos que cosen
heridas y cocinan alimentos, un burka por amor - y rincones – esas viviendas
pequeñas y agobiantes, los medios de transporte, la terraza del hospital con
las sábanas mojándose, las calles como ríos - en un Bombay donde pareciera que
nunca deja de llover y en la que es tan fácil sentirse un insecto frágil. Una ciudad que, como ocurre en todos los
lugares desiguales del planeta, son ellas, las mujeres, las que sostienen la
vida pero también las más expuestas a las pisadas de quienes calzan unas botas
más grandes. La vida como temblor y como búsqueda. Toda la vida en los ojos
oscuros y profundos de tres mujeres.
La luz que imaginamos, que es sin
duda una película esperanzada, y en la que las mujeres van al cine para no
dejar de soñar, nos habla sin estridencias de cómo se trenza la sororidad y de cómo,
desde las vivencias compartidas, las mujeres tejen una energía que les permite
encontrar una ventana abierta. Con esa delicadeza de la que me hablaba Martín
Garzo, y con un tiempo que nada tiene que ver con el que nos inyectan las
imágenes que veloces nos seducen, la directora nos cuenta finalmente cómo el
amor nos salva y cómo a veces necesitamos sentir el escozor de las heridas para
luego descubrir el ancho mar. Algo que comprobamos en un final que, es cierto
Gustavo, nos reconcilia con el poder del cine, y también del amor en todas sus
extensiones, para ayudarnos a encontrar ese hogar donde reencontrarnos con el
vulnerable animal que somos.
PUBLICADO EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, Cordópolis:
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