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MALDITO ESTEREOTIPO


Como jurista una de las cuestiones que más me preocupan es cómo desde el Derecho, y muy especialmente desde la práctica judicial, seguimos reproduciendo estereotipos de género. Una Administración de Justicia cuyos operadores continúan en gran medida lastrados por sesgos culturales, y también políticos, que condicionan de manera diferenciada no solo la identidad sino también el estatus de mujeres y hombres, es imparcial, en cuanto que sigue respondiendo a los mandatos de una cultura machista y contribuye a reproducir un mundo en el que hay una esfera, la nuestra, la de los varones, que sigue gozando de privilegios, frente a la otra, la de las mujeres, que arrastra el peso de la subordinación.

Un estado de cosas que obviamente incide en la efectividad del derecho de las mujeres a la tutela judicial efectiva y que tiene con demasiada frecuencia terribles consecuencias en sus cuerpos, en su sexualidad y en sus capacidades. No en vano, en las dos ocasiones en que el Comité CEDAW ha condenado a España ha insistido en la necesidad de formar y sensibilizar a los operadores jurídicos en la perspectiva de género. Una tarea ésta que siempre será parcial e incompleta mientras que no incorporemos y demos autoridad en lo jurídico al iusfeminismo en cuanto teoría crítica del Derecho. En este sentido, no podemos  olvidar que el Derecho es en sí un poder y que la cultura jurídica, que se nutre y al mismo tiempo nutre la cultura machista que nos rodea, también transmite una determinada concepción de las subjetividades masculina y femenina. De ahí la necesidad, urgencia diría yo, de desmantelar buena parte de los paradigmas de un mundo, el jurídico, que en muchos aspectos parece detenido en el siglo XIX.

No estaría mal para empezar la tarea que todos y todas mis colegas leyeran el recién publicado libro de la artista y activista Yolanda Domínguez. En Maldito estereotiposu autora hace un exhaustivo análisis, contado de manera divulgativa pero sin renunciar a la profundidad, sobre cómo la cultura en la que nos socializamos, en estrecha alianza con el mercado, condiciona de manera diferenciada las expectativas de mujeres y hombres, crea referentes asimétricos desde el punto de vista del género y, en consecuencia, contribuye de manera singular a reproducir eso que Alicia Puleo denomina "patriarcado de consentimiento". De esta manera, el espejismo de igualdad que nos provoca con frecuencia ilusiones ópticas, tales como el empoderamiento de las mujeres o las nuevas masculinidades, no hace sino amplificarse gracias al lenguaje audiovisual y a unas nuevas tecnologías que, además de ser un magnífica oportunidad para la comunicación más horizontal, se convierten con demasiada frecuencia en vehículo de discursos reaccionarios y de confirmación de los más rancios estereotipos. Ahí está para demostrarlo la cultura pornificada que nos seduce cada día o, sin ir más lejos, la conversión del feminismo en una marca que llena escaparates a costa de la explotación de tantas mujeres pobres que cosen en este mundo de desigualdad globalizada.

De las muchas advertencias que Yolanda Domínguez nos plantea en su imprescindible libro me quedo con dos que interpelan directamente al corazón de nuestras democracias. De una parte, la necesidad de incorporar al sistema educativo la enseñanza crítica del lenguaje audiovisual, así como de todas las oportunidades pero también de todos los riesgos que ofrecen las tecnologías que ya no son tan nuevas.

 

Necesitamos formar a una ciudadanía en la sabiduría que supone el desarrollo de habilidades comunicativas en un contexto relacional y comunicativo que ha desbordado las fronteras y los límites tradicionales del pensamiento. De otra, y en lugar de esa peligrosa tendencia a usar el Derecho sancionador como mecanismo preventivo y solo muy parcialmente educador, la apelación a la responsabilidad social de medios y empresas. Una responsabilidad que debería ir más allá del mero cumplimiento formal y superficial de ciertas exigencias legales, y que debería proyectarse en los procesos de selección y formación de su personal, en la creación de contenidos y en las estrategias de difusión, así como en los derechos y obligaciones que internamente se garantizan y que con frecuencia están en franca contradicción con la imagen que se proyecta hacia afuera.

 

Y, por supuesto, esa exigencia de responsabilidad se ha de extender a todos nosotros, en cuanto no solo consumidores o receptores pasivos de los mensajes, sino en cuanto ciudadanos y ciudadanas que deberíamos asumir un papel mucho más activo en el control, denuncia y respuesta personal frente a los productos que cada día nos imponen un determinado discurso y un imaginario prefabricado y que nunca es inocente. Nuestros hábitos de consumo habrían de ser el lugar esencial de nuestras rebeldías. La apelación a las tres C – consciencia, conocimiento, compromiso- que Yolanda Domínguez realiza al final de su recorrido, resume a la perfección el lugar en el que deberíamos situarnos frente a unos medios, unas empresas y unas imágenes que de la mano se han convertido en las nuevas religiones del siglo XXI. Y ya sabemos lo mal que casan los dogmas con la libertad, la igualdad y el pluralismo democráticos. Por lo tanto, no esquivemos nuestra responsabilidad, por más que nos incomode, y, por supuesto, no dejemos nunca de traspasar las pantallas y de relacionarnos en ese mundo real que con frecuencia se nos vuelve gaseoso por obra y gracia de unos procesos comunicativos en los que se nos trata como súbditos.

Publicado en Diario Público, 23-2-2021:

https://blogs.publico.es/dominiopublico/36554/maldito-estereotipo/

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