Con afecto para Jose I., descifrando el enigma.
Alan Turing no llegó a cumplir los años que yo ahora tengo. Se suicidó a los 41 como consecuencia del tratamiento químico que sufrió como condena por su homosexualidad. Todo ello después de haber sido un brillante profesor y de haber contribuido, al descifrar el código Enigma de los nazis, a que la segunda guerra mundial acabase antes y provocase menos dolor y muerte del que habría seguido provocando de no haber mediado su ingenio. Hasta 2013 la Reina de Inglaterra no le otorgó a título póstumo un título honorífico y restauró el honor de alguien que, como tantos miles, millones, en Inglaterra y en otros lugares del mundo, sufrieron el castigo de no ver reconocida su diferencia como igual. Ese terrible drama de muchas y de muchos, cuya memoria, en muchos casos como el de nuestro país, está lejos de haber sido restaurada, es uno de los ejes de The imitation game. Una de las múltiples capas, y a mí parecer la más pobremente tratada, en una película correcta, que incluso en algunos momentos llega a ser emocionante, pero en la que me temo falta mucha de la carne y del sufrimiento de Turing. Esa parte de su vida que le llevó a ser un desgraciado, considerado un enfermo y un delincuente por la sociedad, y por tanto arrastrado a vivir en los márgenes. En la soledad y en el fango, que no vemos en la película. En una permanente lucha que solo adivinamos en algunos momentos, gracias entre otras cosas a la estupenda interpretación de Benedict Cumbertbach.
Más allá de lo que la película convierte en la parte principal, el descubrimiento del código, que es tratado como si fuera una película más para adolescentes que para adultos, lo más interesante no tanto de la cinta, sino en sí del personaje de Turing es la reflexión que nos plantea sobre el poder de la mente. Sobre la capacidad del ser humano para pensar, crear y destruir. Y, en consecuencia, sobre si es posible que una máquina pueda llegar a desarrollar sus mismas capacidades. El gran problema de Turing, sin duda agravado por sentirse un ser diferente al que la sociedad negaba su identidad, radicaba en la falta de lo que hoy podríamos llamar de manera tal vez muy simple "inteligencia emocional". Lo que convierte a Turing en un monstruo, más que en un dios, es su incapacidad para gestionar las emociones y los sentimientos, la negación de su sensibilidad y de su vulnerabilidad y, en consecuencia, de la necesidad de los otros. De ahí que precisamente cuando consigue las mejores cosas y cuando parece torcer su trayectoria de hombre hiperracional sea cuando se deje llevar, no sabemos bien si por amor o no, por la influencia de una mujer en su vida. Joan Clarke, interpretado por la siempre solvente Keira Knightley, es una mujer inteligente que, como tal, está acostumbrada a que se le niegue su espacio y que ha sabido, sin embargo, o precisamente por eso, dotarse de una especial fortaleza y ser consciente de que la razón sin emoción lleva siempre a perder el partido. Hay en ella, y en todas esas mujeres que desempeñaron un papel esencial en la historia que nos cuenta la película, toda una lección de como la historia las ha condenado a ellas a un papel secundario. Y es lamentable como todavía hoy, cuando reescribimos ciertos episodios, ellas continúan esclavas de ese rol. Apenas una comparsa en la historia cuyos focos siguen poniéndose en el varón todopoderoso
The imitation game - cuyo título original es más expresivo de lo que pudo ser la vida de Turing, pero cuyo título original, Descifrando enigma, es más expresivo de lo que realmente se nos cuenta en la pantalla - es, pese a que no pasará a la historia del cine por ser una obra maestra, una película enormemente pedagógica. Y lo es porque consigue que logremos empatizar con el sufrimiento de Turing, incluso en ocasiones emocionarnos con la lucha personal que no se muestra con contundencia, y porque permite, al fin, que tomemos consciencia de las grandes injusticias que se han cometido en la historia con aquellos y aquellas que han sido condenados por sus diferencias. Ese ha sido, y sigue siendo todavía en gran medida, la mayor guerra que el ser humano sigue librando consigo mismo. La que nos lleva a no reconocer como igual al que construye su identidad personal, o lo intenta, de manera distinta a la nuestra. Ahí radican las raíces del odio, de la violencia y de la desigualdad que, además, son alimentadas por una razón que, al prescindir de las emociones, nos convierte en monstruos. La que nos equipara con las máquinas pero deja a la intemperie nuestra piel, nuestros deseos y nuestra imaginación.
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