Las fronteras indecisas, 14-10-2013
Diario CÓRDOBA
Diario CÓRDOBA
En los últimos años no he necesitado fijarme en las pésimas conclusiones que arrojan los informes internacionales para constatar el deterioro creciente de nuestro sistema educativo. Me ha bastado con observar al alumnado que llega a mis clases para comprobar como cada año que pasa sus niveles de comprensión lectora, su capacidad de argumentación o, simplemente, sus conocimientos de eso que de manera muy cursi se llamaba antes "cultura general", iban cayendo en picado. Por eso no deja de sorprenderme el discurso que lo califica como la generación mejor preparada de nuestra historia. Puede que así sea si la comparamos con las que crecieron en un contexto de analfabetismo generalizado, pero creo que deberíamos de plantear para qué y de qué manera son los mejor preparados. Porque puede ser que hayan adquirido más saberes instrumentales que nunca, que tengas carpetas enteras de certificados y títulos, pero me temo que nos hemos equivocado en el propósito de ejercitar sus cabezas en el dolor de la lucidez y de formarlos cívicamente en la ardua tarea de ser sujetos autónomos y responsables. De ahí unos resultados de los que obviamente ellos y ellas no son los culpables, ya que son las víctimas de los errores cometidos por las generación de unos padres y unas madres que nunca se tomaron la educación en serio.
La responsabilidad es mayor lógicamente en el caso de unos representantes que han usado el sistema educativo como arma arrojadiza y que han carecido de la generosidad necesaria para convertirlo en asunto de Estado. Un asunto que debería presente la todavía necesaria dignificación social y económica de los maestros y las maestras, así como un diseño estructural y curricular con vocación de permanencia, anclado más en los saberes clásicos y en los valores constitucionales que en las ocurrencias de pedagogos habitualmente cómplices de las veleidades de los políticos.
Pero, al mismo tiempo, no podemos negar la responsabilidad de toda una sociedad que, anestesiada por los tiempos de bonanza, ha hecho en gran medida dejación de sus obligaciones educadoras y ha dejado que los jóvenes se malcríen en los valores neoliberales del laissez faire, laissez passer. Algo que sin duda ha contribuido sobremanera a que nuestros jóvenes están más preocupados por el tener que por el ser, por los monólogos que por los diálogos, por la comunicación líquida y banal más que por la reflexión honda. En este contexto pues a nadie nos debería extrañar que ellos y ellas lean poco o que carezcan de sólidos compromisos políticos. Habría que preguntarse si sus padres y madres leen habitualmente o si han mirado más allá de la consecución de bienes materiales como paradigma del éxito personal.
Por lo tanto, no es exagerado afirmar que uno de los mayores fracasos de nuestra democracia ha sido el de la débil garantía de un derecho fundamental como el de la educación sin el que los ciudadanos están condenados a no superar el estatus de súbditos. Los bajos índices de comprensión lectora son, en definitiva, la gran metáfora de la escasa calidad democrática de una sociedad necesitada de más y mejor educación para la ciudadanía. Si el ideal de una democracia es que se convierta en una república de lectores, la nuestra dista mucho de ser un espacio político habitado por hombres y mujeres amantes de las palabras. Sin estas las conversaciones no son posibles y el pensamiento carece de sustancia. Y sin las armas que proporciona el pensamiento libre y reflexivo, estamos condenados a ser marionetas en manos de unos representantes que llevan tres décadas usando el sistema educativo como botín de guerra y no como el alimento que debería nutrir a un Estado que quiera ser digno de los adjetivos social y democrático de Derecho. Un proceso en el que la LOMCE, usando un símil taurino tan del gusto de Wert, pone una nueva banderilla sobre el malherido derecho a la educación.
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