De pequeño siempre me atrajeron
las peluquerías de señoras. En ellas se cruzaban historias y personajes que a
mí me parecían sacados de una novela. Me gustaba quedarme en un rincón,
silencioso y tímido como yo era, escuchando a las mujeres que dominaban el
espacio, un espacio que era suyo y en el que, sin hombres, ellas se sentían
libres y poderosas. Las peluquerías fueron uno de esos lugares en los que yo
empecé a darme cuenta de que la virilidad era una jaula y de que, como niño
empeñado en ser un hombre de verdad, me estaba perdiendo una buena parte de lo
mejor de la vida. Las peluqueras, y las mujeres a las que yo escuchaba mientras
se arreglaban cada sábado, fueron para mí maestras en el arte de desmontar
muchas de mis máscaras.
Con el tiempo fui desconectándome
de esos lugares de la infancia. Acabé transitando por salones unisex en los que
ya no encontraba ese punto de anarquía femenina que yo detectaba en las
peluquerías de mi pueblo. Tan distintas y mucho más divertidas que aquellas
barberías en las que olía siempre a perfume rancio y tabaco, y en las que los
hombres proveedores encontraban cualquier pretexto para reforzar la fratría. No
fue hasta hace apenas un par de años, y al caer yo mismo en la moda que nos ha
hecho recuperar la barba no sé si como último bastión de una masculinidad
desconcertada o herida, cuando me reencontré con uno de esos lugares que,
afortunadamente, nada tiene que ver ya con mis recuerdos de navajas afiliadas y
espuma blanca. El primer día que entré en la barbería de mi barrio, uno de esos
en los que todavía es posible reconocer al vecindario, lo hice con
desconfianza. Esa prudencia excesiva saltó por los aires enseguida, en cuanto
Juan, que con sus manos es capaz de que yo olvide al sujeto omnipotente que me
sigue lastrando con demasiada frecuencia, me demostró que no era el barbero que
yo me temía.
Fue así como cita tras cita fui
de alguna manera reconciliándome con lo que yo creía perdido, trenzando una
especie de conexión mágica entre aquellas peluquerías de mi infancia y esta
barbería cordobesa en la que es posible hablar de las manifestaciones del 8M,
de la convulsa política española o de la última serie en la que las mujeres
dejan claro su poderío. Desde hace meses, en el revistero del local, mi libro El
hombre que no deberíamos ser ha encontrado acomodo y forma parte de
un circuito en el que tener barba ya no es sinónimo de la hombría que muchos
exhiben como un trofeo. No es casualidad que sea una mujer la encargada de
administrar y poner orden. Rocío no está detrás, sino justo al lado, y a veces
hasta por delante de Juan. Era imposible que de esa suma de talentos y talantes
no surgiera el milagro.
En La barbería de Córdoba es
fácil constatar que eso de las “nuevas” masculinidades puede acabar siendo una
justificación más del patriarca para remozar su rostro antiguo y parecer un
benévolo corderito. Tal y como me apuntaban las conversaciones que yo escuchaba
en las peluquerías de mi pueblo, este espacio de barrio me enseña cada vez que
lo visito que la clave no está ni en la apariencia ni en la mística de la buena
voluntad. Que la clave de la revolución que nos toca hacer a los tíos, por
dentro y hacia afuera, es más política que individual. Y que para que ella
produzca sus mejores frutos hace falta sustituir la competitiva virilidad por
la ternura que no está reñida ni con las barbas ni con el rock and roll.
* PUBLICADO EN EL NÚMERO DE MARZO DE 2020 DE LA REVISTA GQ ESPAÑA.
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