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120 PULSACIONES POR MINUTO: La lucha personal (política) por la dignidad

Rodada como si fuera un documental, 120 pulsaciones por minuto no solo nos recrea con rigor periodístico, y sin renunciar a la emoción, un momento clave en la historia del movimiento LGTBI, sino que también es un magnífico ejemplo de cómo los derechos humanos se traducen en la lucha de los más débiles frente a los poderosos. La película de Ruben Campillo podría servirme perfectamente para explicarle a mi alumnado qué significa la dignidad humana, los derechos ligados a ella y, lo que es más importante, cómo las conquistas de aquélla se han realizado siempre a través de luchas en las que se han sumado dos factores esenciales: lo personal se ha hecho político y el "nosotros" se ha superpuesto al sujeto singular. 

Con un abuso de las imágenes de las asambleas en las que el colectivo ActUp- París trataba a principios de los 90 poner en evidencia la pasividad de los gobernantes y los intereses perversos de la industria farmacéutica ante el avance galopante del SIDA, la película nos muestra también lo complejo, y apasionante, que es construir una democracia deliberativa.  Y por supuesto las enormes dificultades que siempre un débil, incluso en un régimen de libertades, tiene frente a aquellos que controlan las maquinarias del poder, sea político, económico o científico.

Lo más acertado de la película no es solo cómo nos muestra con ese carácter casi documental un momento histórico y la lucha de un colectivo, sino cómo esa peripecia política se entremezcla con lo personal para demostrarnos que lo que estaba en juego eran vidas y, junto a ellas, claro, la liberación de un colectivo que sufrió entonces un episodio más en su larga historia de estigmatización. La historia de amor que viven dos de los jóvenes activistas, uno de ellos infectado por el SIDA y el otro lleno de temores ante la amenaza, sirve de contrapunto a la tensión colectiva y permite al espectador empatizar con el sufrimiento de quiénes se sienten víctimas no solo de una enfermedad sino también de unos poderes que son incapaces de mirarlos frente a frente. Una historia de amor que está rodada con la complicidad de una cámara que nos retrata a dos seres frágiles, atemorizados, necesitados de sentirse uno parte del otro, aunque de alguna manera sean conscientes del doloroso final que les aguarda. Una historia que nos dibuja además con ternura cómo el amor, esa palabra tan manoseada, se traduce finalmente en una cadena de afectos y cuidados. 


Arropada por una envolvente banda sonora, tan política también como lo es la voz de Jimmy Somerville cantando a principios de los 90, 120 pulsaciones por minuto debería ser de visión obligatoria en cualquier centro educativo y no digamos en cualquier titulación universitaria en la que se trabaje sobre el concepto de Derechos Humanos. Sería la mejor manera de hacer entender qué significa proteger la igual dignidad de todos y de todas, además de poner de manifiesto, por si a estas alturas a alguien le queda alguna duda, que el libre desarrollo de nuestra afectividad y sexualidad es parte esencial de nuestra identidad. Y que la libertad de nuestros deseos danzando bajo mil luces de colores, tal y como vemos a hacer a los protagonistas de esta necesaria película cuando se relajan de la presión de su militancia, es la mayor fiesta que como seres humanos podemos gozar.

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