La historia de amor que nos cuenta esta película del rumano Calin Peter Netzer es la prueba evidente, una más, de que el amor puede ser tóxico y que, sobre todo, genera unas dependencias y vínculos que con demasiada frecuencia destruyen a las personas que se ven envueltas por sus hilos. Es evidente que en el amor siempre hay algo de locura, tal y como sentenció Nietzsche, con el que precisamente empieza esta película en un diálogo entre los dos protagonistas que nos dice ya mucho de ambos, pero no es menos cierto que el halo romántico que se le ha querido dar siempre ha ocultado, o al menos lo ha intentado, la negación de la individualidad que supone.
Esta película, en la que acompañamos a Toma y Ana desde que se conocen en la Facultad de Letras, nos coloca ante dramas, unos perceptibles, otros intuidos, algunos evidentes, otros callados, que nos demuestran cuán hermoso pero también cuán doloroso puede ser amar. El personaje de Ana, que arrastra una terrible historia que solo entrevemos, podría ser el de muchas mujeres que, partiendo de la fragilidad en la que han crecido, se amarran al amor creyendo que puede ser un salvavidas. A su lado, el atractivo Toma, aparece como un héroe, cuidador sí, pero héroe al fin y al cabo, que asume desde el primer momento el papel del sostenedor de la relación. De guardián y de "buen padre de familia". Del hombre sujeto que no sé hasta qué punto reconoce como una igual a la que tiene al lado. Porque, y ese es el giro más interesante de la historia, cuando Ana toma las riendas de su vida y empieza a convertirse en autónoma, él se siente desubicado y no asume que ella tenga vida propia. El cuidador se convierte en controlador, el tierno incluso llega a ser violento.
Ana, mon amour, que está rodada cámara en mano y en la que los dos actores principales (Mircea Postelnicu y Diana Cavallioti) hacen un trabajo impresionante, por su autenticidad y entrega, está construida mediante saltos en el tiempo. Tal vez para mostrarnos que en las relaciones las piezas no siguen un dictado lineal. El gran problema del relato, al menos para este espectador que nunca se quita las gafas violetas, es que todo él está construido desde la mirada y el protagonismo de Toma. Incluso la cartelera que encabeza este post deja bien claro que la visibilidad corresponde a él (de ella apenas intuimos el cuerpo detrás, en un segundísimo plano). Y desde esa mirada resulta ciertamente paternalista, muy reduccionista, el retrato que se nos ofrece de Ana como una mujer enferma, histérica a veces, inestable emocionalmente (otro clásico en los retratos masculinos de las mujeres), sin que se afronte abiertamente la raíz de su dolor que no es otro que, intuimos, el desgarro de los abusos a los que fue sometida por su padrastro. Junto a esa "enferma", él se nos ofrece como el sostén indispensable. Hermosamente cuidador, sin duda, pero también esclavo de un rol que parece decirle que él ha de ser el amante y ella, la amada. Sujeto activo y sujeta (objeto) pasivo. Al final, con una escena onírica que paradójicamente nos parece muy real, tal vez debamos concluir que el que está más enfermo de los dos sea él.
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