Hay películas, que a mí particularmente son las
que más me gustan, que transcurren con el ritmo pausado de la vida, que no
hacen sino contar esas batallas cotidianas mediante las que el ser humano ha
ido derribando murallas, que no están protagonizadas por grandes héroes ni
heroínas sino por mujeres y hombres con un elevado sentido de la decencia. El
cine clásico estuvo lleno de este tipo de relatos que hoy, sin embargo, es
menos frecuente encontrar en las pantallas.
Loving, la última película
de Jeff Nichols, un director que hace unos años me sorprendió con la notable Mud,
recupera justo el tono, el tiempo y la hondura dramática de esas películas
que se convirtieron en clásicos por su capacidad para mostrar las esencias más
hondas del ser humano. Aunque fui a verla interesado sobre todo por el
trasfondo judicial de la historia - la de la pareja interracial, Richard y
Mildred Loving (interpretados en la película por Joel Edgerton y Ruth Negga),
que se enamoraron y se casaron en 1958, aunque en Virginia, el Estado en que
vivían, el matrimonio interracional estaba prohibido, lo que les llevaría a una
larga batalla legal hasta que en 1967 el Tribunal Supremo afirmó su derecho al
matrimonio -, el mayor interés de la película reside en cómo nos muestra la
historia de amor de los dos protagonistas y su entereza moral frente a las
dificultades.
Contada sin grandes estridencias, apoyándose
básicamente en las contenidas pero emocionantes interpretaciones de sus dos
protagonistas, Loving es toda una
lección sobre cómo debemos entender la dignidad del ser humano y, en
consecuencia, cómo podemos definir los
derechos humanos que finalmente no son otra cosa que, como bien los definió
Joaquín Herrera, “procesos de lucha por
la dignidad”. La historia cobra especial valor en unos momentos en los
que comprobamos, no solo en EEUU sino a nivel global, cómo cobran vigor los
discursos populistas y fascistas, cómo se alimenta el miedo al otro y, en
definitiva, cómo vemos en peligro buena parte de las conquistas que pensamos
eran ya definitivas. El cine, una vez más, apelando a nuestra dimensión más
emocional, mostrándonos que no basta con la “ética de la justicia” sino que es
también necesaria la “ética del cuidado”, nos interpela como espectadores para
que, tras contemplar la intensa y honda historia de amor de Richard y Mildred,
salgamos a la calle teniendo muy claro lo necesaria que es nuestra energía
cívica para evitar que la desesperanza se convierta en la regla de lo humano.
Una energía que, por cierto, vemos cómo en la película atesora y proyecta de
manera mucho más comprometida y activa Mildred frente a un marido que, como
buen hombre, es demasiado esclavo a veces de sus silencios y de su
masculinidad. Ambos, en todo caso, se nos retratan como seres de carne y hueso y no como unos referentes morales a los que solo faltaría elevarlos al santoral (lo cual es un defecto muy habitual del bienintencionado cine americano cuando se ocupa de cuestiones que tienen que ver con justicia social o con los fantasmas de su propio sistema). Ese es, a mi parecer, el gran acierto de este relato suave, tierno y emocionante: mostrarnos la vida, tal como huele y duele, y no el espectáculo en que con frecuencia la transforma el cine. En este sentido, no puede haber en la pantalla ahora mismo algo más opuesto a la triunfante La la la Land que esta obra hecha con mimo y desde la honestidad. Una obra que no me caló hondo inmediatamente sino que ha ido creciendo a medida que he ido comprendiendo el gesto silencioso de Richard y la sonrisa luchadora de Mildred. Su hermosa lección sobre cómo el amor no es otra cosa que la suma, siempre inestable, de afectos y cuidados.
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